sábado, 29 de marzo de 2014

Moscú


Ahora es Moscú. Y ya antes era. Pero ahora vuelve a ser.

Siempre hay algo en Moscú, siempre. Y algo de Moscú.

Desde que sus cúpulas estallan al sol, con sus caderas luminosas, doradas. O se abrigan de nieve y hacen brillar el gris del cielo.

Apenas una nota, ahora. Apenas.

Los más viejos ni lo recordarán. Los más jóvenes ni lo conocerán.

Dionisio Ridruejo estuvo con la División Azul española en Rusia a principio de los '40 y de allí salió, entre otras cosas, Poesía en armas. En ese libro de poemas hay una Carta a mis amigos desde el cementerio de Nowgorod, en primavera, de la que dejo aquí el final:

Todo: la ermita entre las alambradas,
la noria inútil y el caballo muerto,
los grises cobertizos que naufragan
en la luz, los caminos encubiertos,
la ciudad esparcida, y más abajo
los grandes bosques de ladrillo nuevo
que debieron ser puente y son fortines
donde es carril la muerte y agua el tiempo.
Todo: la lejanía de las torres
diminutas del blanco monasterio
por donde el río tuerce y llega el bosque
que en lontanza es piedra del ensueño.
Todo y el hombre oscuro como el barro
que lleva un ataúd en su trineo
y las mujeres dentro de sus ropas
como en nidos, que pasan en silencio
y los nombres que brotan de la nieve
en las cruces que sólo lee el viento.
Con su poco de sol días y días,
migajas donde pican los jilgueros,
migajas de mi ser que se desgrana
para ser algún día verdadero.
Con la metralla y con la muerte días
y días que se siembran en el suelo
y me dan a esta tierra y de esta tierra
siembran también el corazón y el tiempo.
Cuandro regrese hacia la fiel caricia
de los campos amados que convoca el deseo,
ella vendrá conmigo hacia vosotros
y algo errará de mí sobre este cementerio.