sábado, 26 de abril de 2014

Dichos de bichos: La trucha de la laguna


El agua estaba helada y el viento soplaba apenas, pero era tan frío que obligaba a cubrirse la piel de las manos y la cara para no sentir los tajos de hielo. Un invierno crudo como hacía tiempo no teníamos.

Todo alrededor de la laguna, para el norte, se veían montecitos de eucaliptos y acacias, sauces y espinillos, quietos y envueltos en la niebla del amanecer. Visto así, más frío parecía todo. La misma niebla cubría las aguas hacia el sur de la laguna, por donde están los campos más bajos y los bañados.

Era helado el amanecer y prometía un sol insuficiente. Pero para eso faltaba bastante.

En silencio, miraba la silueta oscura del pobre viejo que parecía un tocón casi sobre el agua, inclinado e inmóvil como estaba, si no fuera por el mástil de la caña que con la luz escasa ya brillaba como encendido.

Había hecho un fuego chico a unos veinte metros de la orilla, para no molestar al viejo y para que ambos tuviéramos donde calentarnos siquiera un poco o poner una pava sobre las brasas para matear. La humedad del aire y del suelo eran fatales para las coyundas gastadas de aquel hombre empecinado, al que había acompañado por segunda vez desde mayo pasado a buscar una presea imposible en aquellos parajes.

Pero no imposible para él que insistía en que en aquella laguna enorme había una trucha enorme.

Esta vez me había tocado a mí, pero no era el único. Desde que volví al campo, nadie más había querido hacer aquellas excursiones como obligadas de los últimos años. Ya habían tenido suficiente, casi todos, en los otoños e inviernos pasados. Al principio, hubieron quienes hasta se entusiasmaron, llevados por los cuentos desopilantes del viejo. Y así fue como, embarcados o desde la costa, probaban interminables suertes sin resultado nunca. El viejo no cejaba. Año tras año había ido consiguiendo alguno del pago que lo acompañara: aseguraba -con los ojos entrecerrados como quien imagina un enemigo formidable- que solo no podría sacar al animal del agua...

Las dos últimas jornadas de pesca, el año pasado y éste, habían sido mías y estaba pensando en que ésta fuera definitivamente la última. ¿Por qué no me había negado desde el principio a esta locura del pobre viejo? No lo sé. Tal vez me daba pena. Lo conocía de chico. Durante años había sido el carbonero del pueblo, cuando se usaba carbón. Era ese sujeto completamente tiznado que llegaba a casa una vez por semana y descargaba kerosene y carbón. Por entonces, para mí el viejo era un olor a combustible y un color oscuro deambulando silencioso por el lado de la carbonera y de los tanques. No dejaban que nos acercáramos mucho cuando llegaba la chata ruinosa y, de culata, atracaba para la descarga. Creo que el aspecto del hombre ayudaba también. Pero, en su silencio sucio, el hombre era amable y hasta simpático a veces.

Cuando el carbón y el kerosene pasaron al olvido -fue lento, pero inexorable-, el viejo mantuvo su boliche un tiempo trayendo papa, anco y cebolla en bolsas y más que nada arreglando estufas y cocinas, asunto que conocía bien pero al que no se había dedicado casi nunca, salvo de favor. Pero en las chacras todavía quedaban artefactos simples aunque delicados que no se componían así nomás. Y él sabía cómo, con una pulcritud y una delicadeza completamente inusitadas para mí. Lo demás, eran trabajos ocasionales, sobre todo de fuerza, que tuvo que ir abandonando de a poco, a medida que la edad le comía el aguante.

Los años que no estuve en el pueblo, para él fueron la misma cosa siempre. Salvo por el asunto de la trucha enorme de la laguna enorme.

*   *   *

La pensión de Pirín Julián, el Turco, estaba casi a la entrada del pueblo. Era para los pescadores de temporada, más que para visitantes y viajeros que no había. Entre mayo y agosto, solía poblarse la laguna de extranjeros que venían a la pesca del pejerrey, la atracción local por excelencia.

Lo que sí frecuentaban los locales era el barcito que Pirín había armado junto a la pensión. Allí se podía tomar de todo, porque el Turco, astutamente, había dispuesto un ambiente familiar y evitado de ese modo la mala fama de cualquier boliche de borrachos. Cierto era también que la mayoría de los asistentes eran varones adultos, y que los chicos y las mujeres esquivaban el sitio después de las seis o siete de la tarde.

El viejo iba de vez en cuando y creo que más que nada en temporada para cruzarse con los pescadores de afuera, porque también él era pescador como muchos otros en el pueblo, aunque siempre lo había sido a las cansadas.

Una tarde, el barcito estaba animado y repleto. El viejo conversaba con un grupo de sureños que, dijeron, recorrían todas las lagunas de pesca que podían y que ya llevaban no sé cuántas. La temporada estaba muy avanzada y el aire de agosto ya era más benigno. Muy buena pesca hubo ese año. Todavía hoy, en la pared del barcito, descolorida y enmarcada, hay una página de una revista de fanáticos en la que un extranjero muestra sus presas con una sonrisa tímida y satisfecha, porque verdaderamente el caso había sido notable.

El grupito de sureños estaba desde el principio. Se habían ido quedando por la buena pesca y habían gastado buena cantidad de plata en recorrer, a pie y embarcados, toda la laguna, lo que es mucho decir, porque es enorme. Los tres muelles del alto, los interminables montecitos para el lado de la casa grande de los Espinoza, toda la costa baja al sur. Se los veía días casi enteros en el bote verde del Club de Pescadores, solos ellos, en medio de la laguna, como si fueran una boya.

Fue uno de los últimos días de la estadía de los sureños. Tal vez el último, me parece, porque habían armado un festejo y convidaban cerveza a los que se acercaban a su rincón en el bar. El viejo acercó una silla y se sentó junto al que parecía el jefe de aquella manada, un rubio gigante y reidor, con una voz profunda y lenta.

Y fue ésa la línea de largada de todo lo que pasó después. El hombretón contaba anécdotas de pescador y fascinaba a todos con los recorridos de lagunas y de algunos lagos. Pirín había dejado el mostrador y atendía desde el saloncito para poder ir y venir y oír los cuentos. El viejo, encorvado y atento, no perdía palabra, en un segundo plano acechante.

Ya lo había mencionado al pasar, pero ahora lo repitió solemnemente como parte de su gran número final: "En esta laguna, hace una semana, vi una trucha enorme... Y yo sé lo que es una trucha: vengo -venimos, todos nosotros-, del sur... Una marrón, muy bonita, enorme... No sé, mire, pero no baja de los 4 kilos, si no más...Qué animal bonito es la trucha... Pero me quedé con las ganas... Estaba solo en el bote y tenía aparejos para pejerrey, que de no, ahí me llevaba... Si hasta una mosca tenía en la caja... No me pregunten cómo llegó ese bicho a estos lados, porque no tendría que estar acá, no es lugar de truchas, pero ahí está..."

Todos hicieron unos segundos de silencio denso y desconfiado. El hombretón los miró a todos porque se dio cuenta de que hablaba en completa soledad.

Fue apenas un momento de sorpresa y ya todos se acercaban hablando a la silla del hombre rubio. negaban, preguntaban, se burlaban (con las típicas mofas de los pescadores...)

Inmutable, el hombretón levantó la mano. Silencio. "Ustedes digan lo que quieran: yo me crié pescando truchas en el sur. Me cansé de sacar animales grandes. Decíle, Juan, contále a esta gente lo que pesqué en el lago Gutiérrez... en el Gutiérrez que es bien difícil... ¿Estaba con vos, Beto, cuando fuimos al Puelo y nos caímos del bote, semejante guerra que dio aquel bicho...? Eso que tienen ahí en este lagunón es una trucha, una señora trucha, y el que la saque va a saber lo trucha que es esa trucha, déjenmé de embromar. Como que esta laguna es una laguna, lo que hay allá afuera es una trucha, señores..."

Y volvió el griterío. El viejo, callado, estuvo apenas un rato más y se fue yendo sin decir palabra y sin que nadie lo extrañara mucho. A la madrugada, ya estaba rondando lo de Pirín, porque sabía que los sureños salían bien temprano.

El hombretón apareció al rato con aparejos y bolsos y los acomodaba en la caja de la camioneta cuando el viejo se le acercó. Estuvieron hablando allí como unos diez minutos, mientras los demás compadres aparecían y seguían cargando. Y se fueron. El viejo, ese mismo día y después, empezó a rondar la laguna, caminando nomás, horas enteras, bien temprano y a veces antes de anochecer.

Fue a la casa de pesca de la vieja Sosa y encargó unos aparejos como los que le había indicado el hombretón, que de eso habló con él en el estribo, esa mañana. Las cosas llegaron a la semana, las pagó con los únicos pesos que tenía y se las llevó a la carbonería. Unos días después, al filo de la veda, empezó la cacería de su quimera marrón.

Cada año, a partir del siguiente, el viejo abría y cerraba la temporada, obsesionado por el bicho. El animal tenía sus feligreses y sus incrédulos. Pero, como el cuento duraba, consiguió una partida de dos que lo acompañaron. Es verdad también que, sin éxito, el cuento languidecía y ya no era lo que decía el hombretón sino que ahora era la obsesión del viejo, que se había transformado en personaje local por su apostolado de la trucha enorme. Y así, en años sucesivos, alguno lo acompañaba, mientras pescaba lo suyo él mismo, y para ver con una curiosidad típica de pescador -dado a creer en esas mitologías del agua- si la trucha aparecía o no.

En vano le decían, pasados los primeros años, que si había habido alguna (y no que uno lo creyera...), ya no podía estar allí, que cómo viviría tanto tiempo. Y así. Inútilmente. El viejo no oía a detractores y argumentaba con medias palabras la gloria de encontrar esa presa.

*   *   *

La caña apenas se movía, el viejo menos que la caña. Empezaba a soplar ese vientito que anuncia que llega la mañana y más frío hacía entonces. El fuego había tomado cuerpo y yo calentaba el mío todo lo que podía, mirándolo hipnotizado y mascullando la tontería de estar allí en esa empresa sin sentido. Calenté un poco de agua y fui empezando el mate. Sin gritar, le dije que se acercara a calentarse un poco, que clavara el aparejo y viniera al calor del fuego. No me contestó, pero creí que había hablado muy bajo en mi afán por no perturbarle el improbable pique, cosa de pescadores.

*   *   *

Miraba el cuadrito de la laguna que hay en la salita de espera del dispensario y meneaba la cabeza diciéndome qué locura era ésa. En la Guardia, el viejo seguía sin conocimiento. Leiva, el enfermero, entraba y salía, pero no parecía preocupado. Ya lo había visto el médico y después de dar indicaciones, se había ido de recorrida. Tuve que forzar bastante las manos para desasirlas de la caña. Lo cargué en el auto y, con bastante susto, lo dejé en la camilla no bien entré. Estaba azul y los labios no tenían color. Pero estaba vivo y no parecía que fuera a morir.

Habrán pasado dos horas. Me corrí hasta el barcito de Pirín, tomé café y conté el asunto. Me llamó la atención la preocupación de todos y el cariño con el que reaccionaron. Todos preguntaron si iba a vivir, si estaba muy mal, si se lo podía ver, si se lo llevaban al hospital. Todos me compadecían y me agradecían haber estado allí, para pescar con él y para socorrerlo.

Volví al dispensario. En una de las pasadas, Leiva le dijo que había despertado. Que si quería podía pasar unos minutos, que le habían puesto una vía, que lo iba a encontrar mejor. "Es fuerte, el viejo; no parece, pero...", dijo con indiferencia profesional pero sonriendo.

*   *   *

Hace dos semanas que el viejo se repone en lo de Pirín. El Turco se ofreció a tenerlo allí lo que hiciera falta. La temporada era floja y había pocos pescadores rondando la laguna.

Y aquí estoy yo. La caña plateada brilla en el amanecer. Hace frío, pero no tanto.

Me hizo prometerle que iba a volver a la laguna. Dijo que él había sentido el pique poderoso del animal. Que el frío lo estaba taladrando y que no sabía cómo se había ido quedando dormido, mientras hacía esfuerzos por sostener la caña que según él había enganchado al bicho.

Yo no había visto nada de eso. Pero me dio pena la alegría del viejo: "Esta vez sí, paisano", me dijo. "No me importa si no la saco yo, pero hay que ir, hay que ir..."

Y aquí estoy. No quise que me acompañaran. Hasta Pirín dijo que, si quería, él venía conmigo.

El sol está tiñiendo de a poco la niebla y la hace clara. La punta de la caña centellea con la luz y el hilo, según el viento, parece un rayo de ninguna parte a ninguna parte.