miércoles, 30 de julio de 2014

Reinos de mil años (II)

El cambio drástico que experimentó la masa peronista, no es atribuible del todo al peronismo mismo. No del todo, sólo en parte.

Ocurre que el peronismo es un fenómeno dinámico y ha sufrido las transformaciones que su genética le permite (¿le exige?), pero al mismo tiempo la masa peronista es también parte de un mundo no menos dinámico y bastante más poderoso en sus influjos que el propio peronismo.

El hombre común, peronista o no, se acomoda mal que bien al aire del tiempo en el que vive.

Algunas líneas maestras del tiempo histórico en los últimos 25 años han ido moldeando una especie de especie humana que ya es característica. En la Argentina, este proceso es, insisto, solamente en parte responsabilidad del peronismo en cualquiera de sus vertientes o caras.

Sin duda que los años del gobierno de Carlos Menem tiñieron a la Argentina con un barniz de sociedad globalizada, más bien de corte capitalista, en principio extraño al cigoto peronista. Pero otros genes peronistas sufrieron mutaciones en esos años, aunque menos espectacularmente. Por ejemplo, ciertas notas sociales (de socialismo de derecha, repito) que ponían el acento en la organización (sindical, política) y en la acción política misma como motor social. Con el menemismo, lo político mutó en gerencial y las ideas en líneas de productos cuya suerte debería decidir el dirigente, ahora atento al mercado de poder que las asimilara o rechazara, signando así con la inanidad de hecho a líneas enteras de consignas y directrices, muchas de las cuales estaban en la raíz del movimiento. Incluso aun cuando se las promoviera y aparentemente se las apoyara, no eran sino monedas de cambio circunstancial. De ese modo, se trivializó la amalgama doctrinaria y el gen peronista del oportunismo se desarrolló como una atrofia celular desproporcionada.

Lo peronista perdía carácter, al menos parte de su carácter social y cultural. La militancia peronista se hacía menos ruidosa y, pese al terremoto doctrinario y práctico de los '90 menemistas, se plegaba mal que bien al gobierno de su signo. Es claro: si hay algo que al peronismo le costará desmontar es la obediencia y la verticalidad, aunque a veces haya que conseguirlas a fuerza del sometimiento, la abyección o la humillación. Lo demás, para el indómito, es la intemperie. Algo de todo eso le llegaba a la masa peronista con el sabor agridulce de una traición con forma de remedio exótico, o con el dictamen indiscutido de que el peronismo sabe gobernar.

Así, en aquellos años, el peronista clásico y básico debió dormir (si quería dormir adentro y no al sereno...) no en el mismo cuarto sino en la misma cama con enemigos históricos a los cuales ya no podía combatir, porque ya no se combatía al capital. De allí a las relaciones carnales hay apenas un paso. Y eso podía convivir con una libertad cultural capaz de disolver las tripas mismas de la masa peronista, al menos en su versión típica.

Lo cierto es que, en los términos en los que estoy hablando, de ciertas cosas no sea vuelve impoluto.

Pero, por otra parte, nada tan grave que a la dinámica dirigencial peronista le impida reinventarse y avanzar en la dirección opuesta.



Otro asunto es la masa peronista. La técnica del alambre, intencional o forzada por la genética política del movimiento, funciona igualmente. Un alambre termina quebrándose si uno lo dobla en direcciones opuestas. Y una vez quebrado, ya es difícil unirlo otra vez. Debería soldarse para volver a unir las partes, pero para eso hace falta un calor tal que permita la amalgama de lo quebrado. Y en política no es fácil simular o fingir los calores fundentes.

De este modo, la masa peronista estuvo expuesta a la dinámica cultural del tiempo, tanto como a las direcciones opuestas que su dirigencia le impuso (sin contar, pero contando, las calidades humanas de esa dirigencia, cuestión para nada indiferente...)

¿Cuál de ambas circunstancias incide más en la masa peronista?

Si se mira con atención la vida del peronismo en los últimos 60 años, parece bastante claro que durante más de la mitad de ese período la masa peronista fue en apariencia homogénea. Más allá de Perón mismo y de la dirigencia que podría denominarse de la derecha peronista, ser peronista era algo definido y definible a partir de algunas consignas políticas, económicas, sociales y culturales más o menos inamovibles. Había tantos revulsivos contra el liberalismo cipayo como contra la izquierda, aunque los revulsivos fueran pintados a brocha gorda. Lo peronista ocupaba un espacio cultural y político distinguible, y no sólo en la Argentina. Las dirigencias que tuvieran otras ideas y otras prácticas quedaban al final afuera del trazado. Es más, la dirigencia peronista, durante más de 30 años a partir de 1955 -lo que incluye al propio y zigzagueante Juan Perón-, no logró extirpar cierto corazón peronista elemental que se había transformado sordamente en un modo de ser argentino no tanto en política sino más que nada cultural y socialmente.

Sin embargo, en los últimos 25 años eso se transformó drásticamente. A partir de entonces, minutos más o minutos menos, cobró importancia el contenido de la dirigencia peronista y tuvo más peso que el talante clásico y básico de la masa peronista. A medida que pasaron estos años, cada vez fue menos nítida la impronta peronista de esa masa; y así, desdibujada, menos relevante fue a medida que el tiempo pasó.

De ningún modo es posible olvidar que, precisamente en estos últimos 25 años, hubo en todo el mundo cataclismos sociales, culturales, políticos y económicos de una magnitud inusitada, de una velocidad creciente y de un alcance inaudito. Todo en el mundo en toda cosa sufrió -y sufre sin detenerse- una transformación tal que se vuelve casi inasimilable, aun para los que vivimos contemporáneamente a los cambios que se producen constantemente y que por lo tanto parecería que por su contemporaneidad son más fácilmente digeribles.

La masa peronista es parte de este planeta que burbujea de un modo frenético: el homo peronicus no vive -ni mucho menos- fuera del tiempo, el espacio y el aire de este tiempo y es, como cualquier hombre común, más bien la madera que se quema que el fuego que la consume.

Sin embargo, lo que no deja de ser curioso es que, en estos 25 años últimos, la Argentina fue gobernada casi exclusivamente por el peronismo. O, por lo menos, así parece.




lunes, 28 de julio de 2014

Reinos de mil años



Estamos los que hemos nacido apenas después de 1955, no mucho después. Para nosotros, el peronismo fue hasta 1973 un asunto obligado en la política, a favor, en contra o ni a favor ni en contra.

Veamos.

Estaba el peronsimo visceral, la masa peronista (porque es mejor mirar a la masa peronista que a su dirigencia, siempre variopinta y ocupando todos los espacios y todas las posibilidades, porque -ya se ha dicho tanto- el peronismo es genéticamente como proteico...) La masa peronista, en gran medida, eran los que le debían la casa a Perón y a Evita, o los 'grasitas' de Evita que le debían cualquier cosa, desde ropa y un campeonato de fútbol hasta incluso una piedad como de culto que llegó a canonizarla, como a la Madre María o a la Difunta Correa. Este peronismo visceral se sentía en deuda con el peronismo porque los había "incluido", porque los había "contenido", porque había levantado las banderas de la disciplina al "capital", de la soberanía política, la independencia económica, la justicia social. Había levantado las banderas de la estatización de los ferrocarriles o la lucha contra los "agiotistas", la de las "leyes sociales" o el voto femenino. Incluso había levantado las banderas de la doctrina social de la Iglesia, lo que en términos inmediatos significaba una asimiliación. De la Iglesia al peronismo, claro. Además, muy importante, a todos ellos, a todos los peronistas, el peronismo los había unido y organizado. El peronismo de arriba, la dirigencia peronista, tenía de todo y de todos los colores. Y eso era obra de Perón, básicamente, porque lo esencial en él era ocupar todo el espacio, de modo que lo que quedara fuera del peronismo quedara fuera de la existencia, del mundo, del país. La "antipatria". Con los años, con los últimos, Perón hizo el gesto de trazar un mapa distinto. Pero lo importante no era tanto cómo resultara el mapa (dándole carta de ciudadanía a provincias que antes no existían: el radicalismo de Balbín, "la hora de los pueblos", frentes y alianzas, por ejemplo...), sino quién lo trazara. Porque Perón seguía siendo Perón. Y no existen los leones herbívoros.

Estaba el antiperonismo. Así, tan genérico e informe como eso y, a partir del peronismo, con su definición negativa: el antiperonismo es lo que no es peronismo. Porque desde el surgimiento del peronismo en la Argentina, y durante mucho tiempo, lo no peronista era una categoría ontológica y existencial. Se definía por oposición. Y se acumulaba por lo mismo. Podía ser el PC. Podía ser el conservadorismo. Podía ser radical. Podía ser liberal. Podía ser socialista. Podía ser de la Sociedad Rural o maoísta revolucionario. Entonces, y otra vez gracias a la astucia peronista: lo que no es peronista es gorila y lo gorila es antipatria. Pero también es lo que pasa cuando uno es básicamente antiperonista. Aunque, y otra vez: lo que importa es quién traza el mapa. Y ciertamente que quién definía lo que no era peronista era en los hechos el propio peronismo. Es tan variada y discordante la lista de lo opuesto al peronismo que resulta, además de un poco largo, bastante aburrido disecarla. La autopsia política del antiperonismo siempre es decepcionante. Y la de lo antiperonista opuesto falsamente al peronismo, peor. Por otra parte, en términos prácticos -que suelen ser útiles a la hora de gobernar- el antiperonismo produjo una suma de desaciertos cuantiosa, con algunos contados islotes de sensatez eficaz.

Y estaba lo que no era peronista ni antiperonista. Ni vencedores ni vencidos. En términos reales y en cierto sentido operativo, históricamente duró apenas dos meses y, un poco más adelante, apenas un poco más. Pero poco y nada. Si llegó a prender en algún sector de la sociedad fue por indiferencia y hastío, más que por buenas razones. En realidad, esa vertiente tiene la ventaja enorme de no definir políticamente a la Argentina a partir del peronismo. Pero con eso no basta. Para empezar, es muy difícil de sostener la ecuanimidad que esa posición requiere. Para terminar, la ecuanimidad no lo es todo. Necesaria, pero no suficiente. Porque además de ser ecuánime, cuando se mete uno en cuestiones de política práctica hay que gobernar realmente un país real, que además de todo está trazado y, como se dice tilingamente, "atravesado" por peronismo y antiperonismo, que son, hasta donde se sabe, irreductibles ambos. En cualquier caso, una cosa es tratar de ser más o menos una buena persona y no tener mala leche. Otra, ser un buen gobernante.

Y aunque importan mucho, son otra historia aparte las trapisondas, traiciones, travestismos, tramoyas, tráficos, compraventas, estraperlos y decenas de otras variantes de acuerdos y pactos. Hubo a pasto de todo eso. Casi siempre pasan por ser magnánimas exhibiciones de interés supremo por la patria y sus hijos. En una mayoría indisimulable, son simplemente las muestras más impúdicas de negocios políticos en el sentido más inmundo de la expresión. Claro que en bocas más sutiles todas esas lindezas también suelen llevar el nombre augusto de "realismo político", un eufemismo, al fin de cuentas, porque es una categoría ideológica. En política, como en cualquier otra cosa, con realismo a secas alcanza y sobra.

Ahora bien.

En los 30 años que siguieron a 1973 las cosas no fueron muy distintas en cuanto a las tres líneas generales. Y que los contenidos de dos de esas tres líneas hayan experimentado simbiosis y metamorfosis extravagantes, es algo que habría que atribuirle principalmente al peronismo, aunque esas simbiosis y metamorfosis no sean virtudes exactamente, ni en el peronismo ni en el antiperonismo.


*   *   *

El asunto es que hoy estamos en varios aspectos más o menos igual que en 1955, casas más, casas menos. De modo que, por lo pronto, y si quiere, vuelva a leer todo desde el principio. Aunque me parece que hay algo que ha cambiado de manera casi absoluta: la masa peronista. (Continuará)




viernes, 25 de julio de 2014

Aquel día...



En Los crepúsculos del jardín, Lugones incluyó una serie de cuatro sonetos bajo el título Aquel día... y los dedicó allí a Horacio Quiroga, no sé por qué. El conjunto lleva un epígrafe que, aunque no lo menciona, es de la Commedia de Dante Alighieri, más precisamente del famoso episodio de Paolo Malatesta y Francesca da Rimini (Inferno, Canto V), en el que cuentan que ambos se besan al leer el beso de Lancelot y Ginebra en una novela de caballería. Y con el beso, se entiende, ya no leyeron más por aquel día.

Por cierto que hay una historia detrás del asunto (y del hecho de que con un solo soneto no le alcanzara...), como la hay detrás de la dedicatoria. Así las cosas, la serie de sonetos es algo melodramática y se corresponde con el espíritu de la escuela y de la época y con los modos de decir la melancolía, la saudade, el spleen, o lo que fuere, salvo por un detalle...

Al año siguiente (ya recordé antes que el poemario es de 1905), Lugones le mandó en colaboración la serie a un diario de Bogotá (sin la dedicatoria, aunque con el epígrafe del que, como en el libro original, tampoco menciona la fuente).

Los sonetos están en el Tomo VI, Número 16, 1359, de El Nuevo Tiempo Literario, suplemento del diario colombiano del mismo nombre, en la edición del 22 de Julio de 1906. De allí tomé lo que publico ahora, y eso porque se me hizo simpática la peculiar grafía del texto, tal como lo compusieron en Colombia, con sus faltas y sobras de acentos o de signos de puntuación, por ejemplo.

Aquel día

Quel giorno piu non vi leggemmo avante

I

Soñando visitaba mis macetas
una enlutada de ojos sobrehumanos;
la delgadez aciaga de sus manos
desfloraba las mustias violetas.

Es tu alma, sugirieron los pianos
ocultos en las íntimas glorietas,
mi alma llorando no se qué incompletas
nostalgias de episodios muy lejanos.

Hacía daño su espectral blancura
de flor palustre y por lo cual malsana.
Tú que tánto temías su hermosura

de amazona colérica y lozana,
vieras! si es una frágil criatura
tan triste, que podría ser tu hermana.


II

Mi alma sufría un sordo mal. Su frente
por los cabellos lóbregos vencida,
pensaba entre sus manos de fluída
palidez, hondamente y largamente.

La tarde de moaré se ahogó en la fuente,
y en su serenidad inconmovida
de claro mármol sonrió dormida
junto al agua la náyade yacente.

Y con mi alma lloré y era tu encanto
lo que lloraba en mí con ese llanto,
y era en mi alma el escuálido reflejo

de tu dicha fugaz lo que lloraba,
y el perro de la quinta nos miraba
piadosamente, como un ayo viejo.


III

Mojámos el silencio gota á gota
en esa angustia. La primer estrella
agravó nuestra lúgubre querella
con su presencia impávida y remota.

Lloraba tánto en la ocasión aquella
mi alma, que al verla por el llanto rota
me preguntaba con tesón idiota
cómo pudo caber tánta agua en ella.

La fácil agonía de las horas
se acongojó sobre el lindante prado
que arrebujan neblinas impostoras.

Entonces, atrayéndola á mi lado,
la dije: Oh alma mía! por qué lloras?
y ella á mí: ¡Qué hondamente la has llorado!


IV

En las arrugas del crespón severo,
bajo el breve temblor de la pestaña,
nublábanse sus ojos con la huraña
desolación de un pájaro extranjero.

Sonó de pronto con angustia extraña
tras los olmos paganos del sendero
el lejano balido de un cordero
que estaban degollando en la montaña.

En estupor trocáronse los duelos
ante ese débil grito de agonía;
y mientras con estériles consuelos

el lirio insomne del amor se abría,
doblámos lentamente los pañuelos
y no llorámos más en aquel día.

Insisto.

Melancolía, saudade, spleen... Sí. Pero hay notas de humor lírico en los cuatro sonetos. Y están en las inclusiones casi desopilantes, en adjetivaciones estrambóticas, en súbitas imágenes discordantes, hasta en el gesto final casi mecánico o autómata.

Pero hay algo más, dicho sea de paso. Es claro cúanto le deben a Lugones los que vinieron después. Cuánto han aprendido (¿tomado?) de esa libertad un poco pródiga y otro poco disciplinada y también académica de darle vueltas y vueltas a las palabras hasta que se plieguen al designio del artífice, con razón o sin razón. Con una obediencia que a veces conspira casi contra la poesía misma, hasta hacerla casi desaparecer y dejar en su lugar el juego, la destreza. Y el humor, claro. Aunque parezca un humor cínico.

En fin.

Allí está el maestro Leopoldo Lugones.


miércoles, 23 de julio de 2014

Degüello de palomas




Hace unos diez años, en estas mismas páginas, recordé una guerra de versos y palabras entre los chicos de 1927 y el maestro Leopoldo Lugones. La guerra, que duró no poco, tuvo como trincheras las páginas del diario La Nación para el maestro y la revista Martín Fierro para los chicos.

El asunto es que hoy mismo anduve releyendo Los crepúsculos del jardín, un poemario lugoniano de 1905, es decir, en el mayor furor del modernismo lírico.

Celebro que los exámenes de otros me hayan obligado a pasar un buen rato...

Una delicia. Y más: muy útil para aprender -y enseñar- poesía. No sólo para aprender a gustar y ver, sino para aprender a componer. Es verdad también que muchas de las cosas notables se ven o no se ven y si no se ven es muy difícil explicarlas. No imposible: difícil. Porque al mismo tiempo que se logra hacerlas ver, pierden la gracia que tendrían de sólo verlas sin explicación demasiada o ninguna.

Tenían bastante razón los chicos del '27. Y se lo tomaron con humor, sin duda, y tal vez a Lugones no le haya hecho pizca de gracia.

Pero creo también que por hacerle cosquillas al maestro se perdieron algo del íntimo humor que se enhebra en aquellas búsquedas estéticas y líricas de los modernistas. Está en Darío, para quien pueda verlo. Y está en Lugones.

Dejo ahora dos de los varios ejemplos que hay en Los crepúsculos del jardín, que son ejemplos además de una destreza notable -nada que no sepan los que pueden saber...- para el manejo del idioma y para suscitar imágenes de cualquier cosa.

El éxtasis

Dormía la arboleda; las ventanas
llenábanse de luz como pupilas;
las sendas grises se tornaban lilas;
cuajábase la luz en densas granas.

La estrella que conoce por hermanas,
desde el cielo, tus lágrimas tranquilas,
brotó evocando al son de las esquilas,
el rústico Belén de las aldeanas.

Mientras en las espumas del torrente
deshojaba tu amor sus primaveras
de muselina, relevó el ambiente

la armoniosa amplitud de tus caderas,
y una vaca mujió sonoramente
allá por las sonámbulas praderas.


Holocausto

Llenábanse de noche las montañas,
y a la vera del bosque aparecía
la estridente carreta que volvía
de su viaje espectral por las campañas.

Compungíase el viento entre las cañas
y asumiendo la astral melancolía,
las horas prolongaban su agonía
paso a paso a través de tus pestañas.

La sombra pecadora a cuyo intenso
influjo, arde tu amor como el incienso
en apacible combustión de aromas,

miró desde los sauces lastimeros,
en mi alma un extravío de corderos
y en tu seno un degüello de palomas.


miércoles, 16 de julio de 2014

Carmen



Tu color es la tierra que hasta el cielo
llevaste por nosotros, bienamada
Señora de tu Monte del Carmelo.

Y a tu fiesta va el alma esperanzada
por ver si un día, levantando el vuelo,
de su morada ruin va a tu Morada.



martes, 15 de julio de 2014

Invierno de Afrodita

Hos tu, care mihi, cumque his genus omne ferarum,
quod non terga fugae, sed pugnae pectora praebet,
effuge, ne virtus tua sit damnosa duobus!

De ellos tú, querido mío, y con ellos del género todo de las fieras,
el que no sus espaldas a la huida, sino a la lucha su pecho ofrece,
rehúye, no sea la virtud tuya dañosa para nosotros dos.

Publio Ovidio Nasón, Metamorfosis, X


Dice el mito que Adonis en invierno
se aleja de Afrodita, con Perséfone,
porque así lo dispuso Zeus olímpico
en la reyerta entre las dos mujeres.
Con los meses, regresa floreciendo
y haciendo florecer con su presencia
la pasión insensata de la diosa
a la que, muerto ahora, él se inclina.
Perséfone, raptada por el Hades,
retiene a Adonis y Afrodita gime
y su dolor es el invierno frío.
Pero, antes, en vida, el joven bello
amaba más que a nadie andar sin rumbo
cazando fieras, desdeñando amores.



sábado, 12 de julio de 2014

Will

Find sweet begining, but unsavoury end;
Ne'er settled equally, but high or low;
That all love's pleasure shall not match his woe.

William Shakespeare, Venus and Adonis, CXC


Cuenta Shakespeare que Venus, dolorida
por la muerte de Adonis, sufre tanto
que condena al amor, dulce y gozoso,
a que hiera a la vez a los que aman.
Nos dice que la anémona y la rosa
de lágrimas y sangre se alimentan,
y del suspiro de la loca amante
y del último aliento del amado.
Fue que, a los brazos de la diosa ardiente,
el joven prefirió la caza, el bosque,
y allí la vida le quitó su presa.
Calla el poeta, suavemente dice.
El mito es más terrible. Shakespeare calla.
Y nosotros también callar debemos.


jueves, 10 de julio de 2014

L'attore

Un actor siempre será una cosa seria. Si es actor, se entiende. Cómico o trágico, es lo mismo. Y si es ambas cosas, a fuerzas.

No por extremar el argumento, pero se me hace que en el arte de la actuación hay o no hay. No más o menos. Se actúa o no se actúa. No puede actuarse bien o mal. Cuando un actor actúa, actúa bien. Si no, no actúa. Hace que actúa. Y eso no es arte.

Por ejemplo Gigi Proietti, un romano de 73 años, sobrado de talento en 360 grados. Ha hecho de todo y todo lo hizo bien. Porque es actor.

Dos muestras.

Una versión buffa de un episodio de La dama de las camelias. La obra se ha quedado sin protagonista y llaman a un viejo actor a que lo supla. Tiene un problema: su memoria falla terriblemente y no puede recordar la letra. Le ponen en escena uno que le irá diciendo la letra que de todos modos él confundirá. ¿La traducción? No..., imposible. Innecesaria. E inconveniente: se pierde la gracia de los juegos de palabras. Lo mejor es un pequeño esfuerzo itálico. De cualquier modo, basta ver la expresión del actor, el dominio de la escena, los gestos, la apostura. Casi basta con eso. Casi, claro...




Un poema de Amerigo Giuliani, muy conocido: Er fattaccio. Giuliani murió de tuberculosis a los 34 años, en 1922. Escribió en romanaccio (el dialecto de Roma) varios textos bien romanos, dramáticos, de apelación sencilla e inmediata, intensos, pero sin vueltas. Este poema, El crimen, es la confesión de un hombre ante un comisario, porque ha matado a su hermano. Huérfanos de chicos por la muerte del padre, la santa madre mantuvo el hogar pobre dividiéndose en cuatro para ganar unas pocas liras y darles de comer. Giggi se malea: malas compañías, vicios, mala madera, quién sabe. Ladrón, quizás asesino, pendenciero, cuando llega a la casa cada vez, maltrata a la madre. El hermano nunca está cuando ocurre, pero llega a enterarse. La madre quiere ocultarlo y disculpa al pelafustán de Giggi. Finalmente, la madre tiene literalmente el corazón partido. Un día llega Giggi y su hermano llega poco después. La madre le suplica que le devuelva un anillo, un recuerdo paterno que el muchacho ha robado. Indiferente, Giggi no hace caso y en una bravuconada amenaza con un cuchillo al hermano que le ha suplicado que se vaya y no haga morir a su madre de pena. La madre se interpone y Giggi la mata. El hermano se enfuerece y mata a Giggi. Una especie de tango, diríamos por estas tierras. Pero creo que en Andalucía o en Grecia podríamos oir cosas parecidas.





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Para disfrutarlo en su lengua original, aquí queda el texto:

Sor delegato mio nun so un boiaccia!
Fateme scioje ... v’aricconto tutto!...
Quann’ho finito, poi, m’arilegate:
ma adesso, pè piacere!... nun me date
‘st’umijazione dopo tanto strazio!...
      V’aringrazio!!!
Qello ch’ha pubblicato er “Messaggero”
sur  “fattaccio der  vicolo der Moro”,
sor delegato mio ... è tutto vero!!!
No’ p’avantamme, voi ce lo sapete,
so’ stato sempre amante der lavoro;
è giusto , che, pè questo, me chiedete,
come la mano mia ch’è sempre avvezza,
a maneggià la lima còr martello,
co’ tanto sangue freddo e sicurezza,
abbia spaccato er core a mi’ fratello
...........................................................
Quanno morì mi’ padre ero fanello...
annavo ancora a scòla e m’aricordo,
che, benchè morto lui, nder canestrello,
la pizza, la ricotta, er pizzutello
nun ce mancava mai! Che, quella santa..
se faceva pe quattro, e lavorava...
e la marinella, le scarpette,
a dì la verità, non ce mancava!
......................................................
Ho capito! Me dite d’annà ar fatto;
un momento... che adesso l’aricconto:
Abitavamio ar vicolo der Moro,
io,co’ mi’ madre e mi’ fratello Giggi.
La sera, noi tornamio dar lavoro;
e la trovamio accanto alla loggetta,
bona, tranquilla, co’ quer viso bianco,
che cantava, e faceva la carzetta!
E ce baciava in fronte, e sorrideva
e ce baciava ancora e poi cantava...
     “Fior de gaggia
“io so’ felice co’ vojantri dua.
“Ar monno nun ce stà chi v’assomija”.
Poi, Giggi se cambiò!!! se fece amico,
co’ li più peggio bulli der rione,
lasciò er lavoro... bazzicò Panico,
poi fu proposto pe’ l’ammonizione.
De più, me fu avvisato da la gente,
che quanno io nun c’ero, mi’ fratello
annava a casa pe’ fa er prepotente!!!
P’er “garachè”... l’amichi... l’osteria...
votava li cassetti der comò;
e quer poco, che c’era lì in famija,
spariva a mano a mano!!! Lei però
nun rifiutava... nun diceva gnente...
ma nun rideva più... più nun cantava
mi’ madre bella, accanto alla loggetta!
La ruta... li garofoli... l’erbetta
ch’infioraveno tutto er barconcino,
tutto quanto sfioriva, e se seccava,
insieme a mamma che se consumava!!!
un giorno feci : -A ma’: che ve sentite?
State male... perchè nun me lo dite?
Nu’ rispose: ma fece un gran sospiro,
e l’occhi je s’empireno de pianto!!!
Nèr vedella soffri, pur’io soffrivo!
ma ch’aveva da fa? ... chiamai er dottore.
Disse che er male suo era qui : “ner core”
e che ‘nse fusse presa dispiacere,
se ‘n voleva morì de’ crepacore!!!
La stessa sera vorsi parlà co’ Giggi,
 lo trovai,
e feci : - A Gi ‘, mamma sta male assai...
nun me la fa morì, de dispiacere...
je voio troppo bene... e tu lo sai,
che si morisse, embè... che t’ho da dì?
sarebbe come er core se spezzasse!!!...
Mentre lei guarirebbe si tornasse
er tempo de ‘na vorta!!!... de quann’ eri
bono... lavoratore... t’ aricordi?
Giggi me fece ‘na risata in faccia:
arzò le spalle, e poi me disse : -Senti:
senza che me stai a fà tanti lamenti,
faccio come me pare! E poi de’ resto,
se n’te va be’, nun me guardà più in faccia!
E me lassò accussì, li sur cantone,
cor còre sfranto!!! Ritornai da mamma,
e la trovai davanti alla Madonna
che pregava, e piagneva! Poverella
quanto me fece pena!!! in quer momento,
per vicoletto scuro e solitario,
‘ntesi Giggi cantà, cò n’aria bulla:
    “Fiorin d’argento
“Accoro mamma e nun m’emborta tanto
“ Pè l’occhi tui ci ho perso er sentimento”...
Allora feci : -A ma’... se mi’ fratello
ritorna a casa pè fa’ er prepotente,
ve giuro che succede ‘no sfragello!!!
-No... pè l’amor de Dio, fijetto bello!..,
Giggi ‘nun è più lui... no, è ‘na passione...
so’ ‘amichi che l’hanno trasportato!!!
Me dette un bacio... la benedizione
e poi, cor viso bianco come cera,
pe’ nun piagne, me disse :- buona sera!
Ier’ammatina chè successo er fatto,
sarà stato... che so... verso le sette:
me parve de sentì come ‘na lotta!...
Mamma diceva: -A Gi’... ‘nte compromette
co’ tu’ fratello... damme qui er brillocco...
è l’urtimo ricordo de tu’ padre!!!...
e nun t’hai da scordà... che so’ tu’ madre!
-E che m’emporta a me, de mi’ fratello!?
Si vo’ assaggià la punta der cortello
venga puro de quà! -’Mbè... fu un momento:
sartai dar letto... spalancai la porta...
e me messi de faccia a mi’ fratello,
co’ le braccia incrociate sopra ar petto!
In quer momento
me parve de sentì ‘na cosa calla,
‘na cosa calla che saliva in faccia.
Poi m’intesi gelà! Fece: -Che vòi?...
-Vojo che te ne vai...
senza che fai più tanto er prepotente,
senza che me stai a fa’ tanto er bojaccia!
Mi’ madre prevedenno la quistione
se mise in mezzo pe’ portà la pace:
Ma Giggi la scanzò co’ ‘no spintone,
e poi me fece: -A voi sor santarello
ve ce vorà ‘na piccola lezione!
E’ appena detto questo, uprì er cortello
e me s’avventò addosso!!!...
Mamma se mise immezzo
infrattanto che Giggi dà la botta...
io la scanzo... ma... mamma dà ‘no strillo
e casca longa, longa...
Ah!!!...
diedi un urlo de berva e je strillai:
-Ah bojaccia!!! Infamone!!!... Scellerato!!!...
tu m’hai ammazzato Mamma!!!
Come ‘na jena me je buttai addosso
e jagguantai la mano... e je strappai
er cortello... Poi vidi tutto rosso...
e menai... e menai!!!...
..................................................................
Sarà... mamma che passa! Mamma,
Mamma Mia!... Mannateme ar Coeli (1)!



(1) Se refiere a Regina Coeli, la cárcel judicial de Roma.


lunes, 7 de julio de 2014

Dichos con bichos (*): El yacaré de Oleg


-Ciudad grande, linda. Llueve poco, río grande, mar... Linda ciudad..., decía Oleg hablando con el cabo que, recién llegado al destacamento hacía un par de semanas, andaba buscando conocer a los del lugar. El cabo tomaba su caña de la tarde en el rincón del mostrador estañado y abría los ojos ante cada párrafo de Oleg y preguntaba de tanto en tanto para que el hombretón siguiera hablando. Oleg entrecortaba las frases como siempre, a veces farfullando en castellano cosas que decía mezclando palabras rusas y juntando sin unir una cosa con otra.

El policía, bisoño y medio forastero, estaba impresionado por las historias que el hombretón dosificaba al parecer con algo de astucia. Pero era el único. A Oleg los parroquianos lo miraban indiferentes en el boliche y apenas si lo oían. Acostumbrados a su cara plana, enorme, a sus hombros anchos, a su andar recto y pesado, no lo distinguían entre otros. Y, sin embargo, Oleg era completamente distinguible.

Cuando cuadraba la ocasión, como ahora con el cabo, Oleg hablaba de Arjángelsk, su cuna en Rusia, bien al norte, "930 verstas de Moscú", decía en medidas rusas y aclaraba siempre: "mil kilómetros, más o menos..., como de acá al Sur", y así se refería a la capital a la que nunca nombraba sino como "el Sur".

¿Qué lo había traído de allá tan lejos hasta estas tierras? Era un misterio del que nunca hablaba. Aquellos fríos helados con inviernos de 30 grados bajo cero y veranos de más de 30 grados no eran parecidos para nada a estos parajes tropicales. Pero el hecho es que aquí estaba Oleg, y completamente solo, por otra parte, aunque de tanto en tanto aparecía en su media lengua Irina Ivanovna, quién sabe quién sería.

Pero entonces, cuando la mentaba, o por algún episodio o porque había coincidido con ella en algún lugar cierta vez o porque refería que ella le había dicho algo en alguna ocasión que para él era memorable, Oleg ya no era Oleg. "Porque cuando Oleg Stepanovich estaba Arjángelsk -decía cuando recordaba-, Irina Ivanovna llevó canasta a casa de Oleg Stepanovich... canasta con medovuja para frío y kvas para verano caliente... canasta de Irina Ivanovna tenía frutas y cherny jleb, rico, recién horno de casa de Irina Ivanovna..."

¿Era una muchacha? Parecía por los cuentos esporádicos en los que se la mencionaba. Pero podía ser una matrona voluminosa, que era lo que se representaban casi todos, y eso creo que por el nombre, que les sonaba ancho, gordo, serio, con busto enorme, polleras largas y pañuelo en la cabeza. A mí me pareció siempre que Irina Ivanovna era una joven bonita, casi etérea, de cuando él también era joven. Me pareció siempre -a mí me lo decían los ojos de Oleg, impenetrables, pero delatores- que era una campesina y que Oleg Stepanovich trabajaba en algún lugar, diría una chacra -claro que de eso no hay en Rusia, creo-, y que allí tenía algún conchabo como de peón y tal vez había alguna habitación separada de la casa principal, y que era allí donde él vivía. Jamás dijo Oleg nada parecido a mis imaginaciones, pero me imaginaba yo que Oleg no estaba a la altura de Irina, por campesina que fuera, porque él era peón y ella era ¿la hija preciada y preciosa del chacarero? Quién sabe. Y quién sabe si no habrán sido esos amores de canasta con bebidas, frutas y panes lo que terminó por darle un boleto para estas tierras o para cualquier parte, pero lejos de Irina.

¿Tendría unos 70 años? Tal vez. Nadie sabía exactamente. Yo mismo lo conocí siendo chico, porque alguna vez hizo trabajos en las chacras de mi padre, y él ya era un hombre que se me figuraba grande. En cualquier caso, hacía años que Oleg rondaba los esteros, hasta que se afincó en un rancho que levantó él mismo. Se sabía que había andado por el lado del Mburucuyá un tiempo, tal vez cazando o trabajando la tierra, changueando. Y se sabía también, porque él lo contaba, que se había movido más al norte en otras épocas después, para la zona de San Antonio o más al norte, tal vez cerca de Ituzaingó. De allí, algunos años más tarde, pasó para el otro lado y vino para estos pagos. Al principio, anduvo todo a lo largo de la ruta, aquí y allá, más bien para el lado de La Cruz, pero al final recaló cerca de la Colonia, al sur. Y de ahí ya no se movió más. Hábil con las manos y muy trabajador, no costaba creerle que había hecho de todo. Igual, de tanto en tanto, desaparecía del ranchito a veces hasta por unos meses y volvía a aparecer al rato, sin avisar que había vuelto ni de dónde, así como no decía que se iba ni adónde. Para el lado de "el Sur" no había ido sino una sola vez y jamás volvió a ir. O jamás quiso, vaya a saberse.

Esa tarde el cabo tenía que preguntar de dónde venía, por qué, cuánto tiempo llevaba en el país y qué hacía por allí, a la vera de los esteros. Y Oleg hablaba de esas cosas si quería y nunca contestaba alguna de esas preguntas, amparándose en un increíble desconocimiento del idioma, que no era del todo falso. Tampoco contestó esta vez y que fuera el cabo de policía el que preguntaba no ayudaba tampoco a animarlo a la tertulia, sino al contrario.

Oleg tenía una decidida cara de ruso, decían los que sabían (mi padre lo decía siempre...), pero con rasgos inequívocamente como achinados, que el doctor Serafini decía que eran mongoles. De chico, me quedaba extasiado oyendo las historias que Serafini sabía de aquellos mundos que se me hacían de fantasía, y la retahila de invasiones y tumultos, guerras y hambrunas y paisajes de novela: allí estaba yo husmeando los mapas que el doctor mostraba para ubicar a Oleg en el mundo y en la inmensa Rusia, siempre llena de invierno y nieve. Quién sabe qué sangres se juntaban detrás de aquellos ojos como rasgados y pardos, que él entrecerraba en ocasiones para escapar de preguntas molestas o de situaciones ambiguas o peligrosas. Y acertaba Oleg con la estratagema, si era eso lo que se formaba en su cara. Impresionaba. Era amenazante, lo quisiera o no, apenas con un gesto, con una mirada helada detrás de unos párpados tensos, casi del todo horizontales, que lograba clavar en su interlocutor sin fruncir el ceño, que así más amenazante parecía. Y eso le fue siempre suficiente porque no se sabía que Oleg le hubiera levantado alguna vez la mano a alguien, al menos por estos pagos. Y a nadie humano, se entiende.


*   *   *


Los esteros son un mundo aparte, si me preguntan. Y aun por mucha que sea la gente que anda dando vueltas por aquí, sigue siendo un lugar aparte y más bien solitario. O se me hace así, al menos.

Todo alrededor, los esteros están quietos la mayor parte del año. Nunca son un silencio completo, en absoluto. Murmuran los vientos de tanto en tanto, silbando entre los juncos, meciendo irupés y camalotes sobre el agua que gime rítmicamente, percutiendo ramajes e islas de plantas. Sobre las costas, el urunday deja que trine el pajarerío en el ramaje, la pindó hace bulla en los penachos de sus palmas morosas, compitiéndole en vano la envergadura a la caranday pero también mirando desde arriba, como sus hermanas, a los sarandíes, a los timbóes, a los llorones, a los curupíes.

Durante todo el año el sol enciende las aguas y deja reflejos por todas partes y las vuelve rojas en los atardeceres, espejo del cielo ardido de los ocasos, mientras todo el ámbito se llena de susurros que reptan, que saltan, que mascullan, que se zambullen acechantes, a medida que crece la noche.

Sorprende, si uno no es del lugar, ver tantos animales distintos que parecen convivir pacíficamente en esa extensión interminable de aguas y plantas. Por supuesto que no es así y silenciosamente la escala entre ellos se cumple sin miramientos. El hombre, que a veces interviene en las cosas de los animales, por supuesto que también es parte del asunto de un modo u otro.

Y también Oleg, el extraño y lejano ruso, con todo y eso. Y así parece que era, nomás, según vinimos a enterarnos cuando fue que el cabo casi deja sus carnes en los dientes de un yacaré ñato.


*   *   *


Fue exactamente el año de los carpinchos. Siempre son muchos los que se ven, pero en esa temporada al parecer hubo un exceso de hembras y las crías fueron inusualmente numerosas, de modo que la población de estos señores de los pastos había aumentado.

Y con la superpoblación de carpinchos creció a la par la codicia del yacaré, que mira a las crías como un bocado sabroso, para variar su habitual plato del día de peces, serpientes o caracoles, si el menú es escaso. Así fue que hubo también por aquellos meses bastante carroña dando vuelta entre los pastos y por las aguas del estero, como pasa cuando la comida abunda.

La primera vez que el cabo visitó aquellas vastedades fue por la denuncia del viejo Silveyra. Dijo que había visto unas vacas suyas por allí y que las iba arriando por las costas un muchachón medio colorado que no conocía. Eso dijo el viejo en el destacamento y lo mandaron al cabo a ver por los esteros.

Lo primero que vio es que no conocía lo suficiente el terreno, así que, a la vuelta, y sin poder adivinar los rastros de los animales, pidió que alguien baquiano le mostrara el paisaje mejor. Y allí fue Toñito Emparanza que tenía bote y conocía bien los vericuetos del asunto. Y así el cabo anduvo por segunda vez los esteros, ahora con más solvencia.

No tanta, sin embargo, porque la tercera vez fue solo, como a los dos meses, un martes de franco, soleado y fresco. Curioso y entusiasmado por el paisaje y la que imaginó una aventura, se hizo de un bote chico, con un motorcito de dos tiempos, de los de cuatro caballos, que le prestó el sargento Renzi. "Cuidado con las plantas. Y no se baje del bote en el agua, si no hay tierra firme que pisar...", dijo Renzi, veterano. Y tenía razón.

El cabo anduvo dando vueltas por esas calles de agua anchas y quietas, esquivando los islotes verdes y bamboleantes. Le gustaba el paseo. De tanto en tanto, salía una garza mora o un tuyuyu alzando el vuelo desde atrás de los juncales o pasaba un carpincho a la distancia, cabalgado por un bichofeo o por un hocó, de los de cuello color ladrillo. Vio zorritos escabullirse entre los pastos de las isletas, oyó conciertos de mil pájaros, y hasta una serpiente overa y gorda que se deslizaba desde una barranquita hasta el agua de la laguna. Toda la mañana anduvo el cabo en esas vueltas y revueltas, encantado.

La tentación fue grande cuando vio una especie de brazo de agua abrirse a la izquierda, más angosto y como sinuoso. No se veía adónde iba y eso tuvo que haberlo acicateado, porque ya había entrado en confianza y se sentía parte de la intimidad de los esteros, alternando, como creía, con los dueños de casa durante toda la mañana. Y allí fue el cabo casi sin alerta.

Los primeros codos de esa senda de agua fueron tranquilos y emocionantes, porque deparaban una sorpesa inquietante que se resolvía en un tramo apenas recto y otro codo más adelante. Pero el camino se iba cerrando lentamente sin que se diera cuenta él. Un rato largo anduvo así, mientras se acercaba a una de las márgenes de tierra firme, pero adentrándose en vegetación cada vez más alta a la vez.

Era bien pasado el mediodía. El sol caía ahora sin el alivio de brisa ninguna y ardía más. El agua espejaba la luz con más claridad y molestaba un poco al que iba ya más atento a los estrechos pasadizos líquidos que encaraba la quilla. Miró varias veces hacia atrás, para asegurarse de reconocer el camino que había tomado y el paisaje que vio no lo dejó tranquilo, sino al contrario. Los mismos codos incitantes de la ida eran ahora un galimatías porque, volviendo la vista, vio que se abrían como decenas de sendas en el agua y no las había advertido al pasar a su lado.

De pronto, el motorcito tosió. Y al rato volvió a toser. Con la tercera convulsión, se paró. Le sonó extraño el silencio y empezó a oír sonidos que no había distinguido antes, precisamente por las explosiones monótonas del motor. Más pájaros, más conciertos vegetales de pastos, camalotes, juncos y ramas. Hasta el agua misma, tonasolada, más barrosa aquí más verdinegra por allá, sonaba distinta. Las tablas del bote se sumaron a la sinfonía, golpeadas de tanto en tanto por el agua.

Un chasquido abrupto lo sacó del ensimismamiento intranquilo. Otro casi inmediatamente y otro más, pero en otras direcciones. Pensó primero en los sonidos de carabinas, porque ya sabía que merodeaban siempre tramperos y cazadores furtivos. Después advirtió que se oían al ras de las aguas y descartó a los furtivos. Sintió vagamente que era observado; tal vez perseguido, se le cruzó por la mente, pero se repuso y trató de ordenar sus actos. Era de más al sur y no conocía bien los campos y los esteros de esta zona. La mayor parte de su vida era citadina, salvo un par de años de su primer destino. Sentía entonces cierta alarma ahora y los peligros del paseo, que no había querido tener en cuenta, de pronto se le aparecían punzantes y urgentes.

Había un solo remo en el bote y una soga de no más de dos metros y no muy gruesa. Volvió a sonar un chasquido. Más por instinto que por pericia sacó a relucir el remo y lo hizo palmear el agua. Una vez. Otra vez. Nada. Los chasquidos no respondieron la provocación.

En la proa había dos recipientes de metal, debajo de una especie de tablón que hacía de asiento. Recordó que Renzi le había dicho que uno tenía combustible y se dio cuenta de que no sabía qué tendría el otro. Resultó agua potable. Había también una especie de cobertor doblado en varios pliegos y atado con una tira de caucho. Y nada más. Al terminar la revisión pensó en el arma reglamentaria que había dejado en la pensión de Aurora, donde se alojaba. Se arrepintió de no haberla puesto en el bolsito azul en el que cargó algunas vituallas y algo de bebida. había almorzado abajo de unos sauces y ahora le quedaban dos panes, algo de queso, un chorizo colorado entero y menos de media botella de vino. El cuchillito -muy bien afilado, pero de hoja demasiado corta- era lo único que le serviría de arma, aunque estaba el remo también, llegado el caso.

Se aplicó a refuelar, que parecía lo primero y más importante. El recipiente, tendría tal vez un poco menos que unos cinco litros. Cargó el combustible pero el motor no respondió. Cuando terminó esa tanda de pruebas y una vez que le pareció que podría haberse ahogado con los primeros intentos, volvió a sentarse, en medio del silencio rumoroso de los esteros. El tiempo pasaba lentamente. Y volvió a oír tres o cuatro de aquellos chasquidos, durante casi una hora, pero no se hacía ver aquello que los provocaba.

Soplaba ahora otra vez un poco de viento y el aire olía a barro y a materia viva y vegetal, pero de vez en cuando también como a carnes en descomposición. En esos días había oído más de una vez lo de los carpinchos a montones, lo de la carroña y los yacarés; una súbita alerta lo empujó a relacionar los chasquidos con los animales más temidos de esas aguas. Por un impulso se paró haciendo equilibrio. El bote era bastante ancho pero pequeño y los movimientos a bordo se hacían sentir. Mientras estuvo en pie, buscó con la vista lo que pudiera ver más allá de los pastos de agua que parecían rodearlo. Como a unos cincuenta metros, tal vez un poco más, vio un ramerío y una especie de barranca, no muy pronunciada, pero que sugería una costa, o algo de tierra firme. De haber conocido el lugar, habría distinguido los signos: la cerrazón de esos pasillos de agua, los pastos más altos. En realidad estaba muy cerca de la costa y de tierra firme. Tampoco sabía si esa especie de pastizal o junquerío era un bañado o si solamente era pura agua. Si arrancaba el motor no le parecía fácil que el bote pudiera abrirse camino. Lo intentaría, de todos modos. Entretanto, comió algo y apuró unos tragos de vino que mezcló con agua en la misma botella. Tenía sed.

Volvió a probar suerte con el motor y esta vez, después de una explosión ahogada, arrancó al segundo intento. Le hubiera convenido usar el remo, de haber sabido que a esas profundidades las raíces son muchas y el agua es más oscura por el barro, lo que las hace invisibles. Pero no lo sabía y no tomó precauciones. Primero trató de volver un tramo hacia atrás, por donde había llegado pero después prefirió probar suerte hacia la costa. El paseo había perdido algo de su resplandor, aunque estaba en medio de una módica aventura. Apenas unos metros más y la proa del bote encaró hacia donde había visto la barranca. Parecía que se abriría paso. De pronto, sintió que el timoncito se endurecía, pastoso. Inmediatamente después, sintió unos golpes en la mano que venían desde abajo y un sonido sordo y metálico fue lo último que dijo el motor. Estaba casi en el mismo lugar de donde había partido. Recordó que Renzi le había mostrado la traba para poner el motor en el agua y tiró del perno para levantarlo sobre el bote, porque estaba seguro de que algo había trabado la pequeña hélice. Sin embargo, el artefacto no respondió al primer intento y parecía aferrado al fondo del bote pues cada vez que impulsaba hacia arriba el motor, algo golpeaba las maderas.

Un sonoro chasquido se oyó esta vez muy próximo y enseguida una especie de zambullida. Se inquietó y al mismo tiempo se puso en guardia. Creyó advertir una figura oscura, casi negra, a unos 5 ó 6 pasos en dirección a la barranca, mezclada entre las varas de los pastizales y juncos, desplazando el agua que parecía ondear levemente. Era una figura larga, como el lomo de una curiyú grande. Pero no era liso sino espinado: un yacaré y probablemente uno negro. Ya no podía sin algún riesgo aventurar la mano para tantear la hélice trabada que impedía levantar el motor.

Se había equivocado con los colores. Ya más cerca, era efectivamente un yacaré lo que rondaba su posición. Pero era overo, de un agrisado oscuro y opaco. Ñato, de fauces cortas pero de dientes largos que le asomaban amarillentos. Una o dos veces el animal serpeó a unos cuatro metros del bote y volvió a apartarse. Los minutos eran largos y llenos de sonidos amplificados por la alerta y el temor del cabo. Pensó primero en blandir el remo pero era corto para la distancia que guardaba el bicho, bastante más corpudo y largo de lo que creyó. El cuchillito estaba descartado, salvo que el yacaré se pusiera a una distancia tal que pudiera defenderse cuerpo a cuerpo. ¿De qué tipo de cuero se trataba? ¿Adónde la cortada podía ser más efectiva? Nada de eso sabía el cabo y esperaba no tener que averiguarlo.

El bote estaba como anclado, bajar era un suicidio, remar no serviría de nada. Un vaho tibio subía ahora de todo el derredor, por la humedad caliente que había dejado el día de pleno sol. El viento ya no soplaba, ni había siquiera un aire. Por momentos volvían los hedores, leves pero nítidos.

El cabo no sabía cómo salir de allí. Pensó que a la nochecita ya Renzi se alarmaría de no verlo llegar. Y como el bote quedaba en la laguna, junto a un muellecito, tal vez había que esperar hasta la mañana, cuando no apareciera por el destacamento. Saldrían a buscarlo y aunque no supieran bien por dónde rastrearlo, se las arreglarían. Era el único de por allí que no conocía la zona, los demás eran conocedores.

Podría haber disfrutado la espléndida caída del sol y esos rumores mansos y líquidos del lugar y hasta los aleteos del mundo de aves que se vuelven a sus nidos o los murmullos de los bichos que salen de sus madrigueras. Pero tendría que haber estado de mejor ánimo y libre de la preocupación de hacer noche en lo que ahora se le presentaba como un páramo hostil en el que estaba atrapado. ¿Qué otros bichos habría por esos parajes al caer la noche? ¿Sería verdad lo de las boas que subían a las embarcaciones cuando estaban quietas? ¿Qué haría el yacaré?

Hacía horas que no oía una voz humana, ni siquiera la suya. Y gritó. Por las dudas hubiera alguien cerca -después de todo, había alguna costa por allí-, pero más que nada por el acicate de esa soledad. A alguien le tenía que decir que estaba molesto con el asunto y, por qué no decirlo, con la cadena de imprudencias que había cometido.

El grito sonó claro pero sin eco. Era bronca más que nada y no quería sonar como un grito de auxilio. Fue el tipo de efusión que no cuenta con ningún oyente, pero que esta vez escondía la esperanza remota de que lo hubiera. Todo volvió al silencio rumoroso casi inmediatamente y por el este el cielo había empezado a oscurecerse. La luz, sin embargo, era suficiente como para ver de tanto en tanto el volumen amenazante del yacaré que nunca había dejado la zona desde que lo vio por primera vez.

Al principio, confundió el silbido con un aullido de mono, tal vez un ave. Punzante pero también algo ronco, volvió a sonar después, a un par de minutos que le parecieron horas.

¡Ñatooo!!, se oyó de pronto con una voz que se ahogaba entre los pastos y parecía deformada por el aire mismo, ¡Eey, Ñato!! Al menos, eso fue lo que le pareció oír.

El agua se sacudió. La forma de la cola del yacaré sumergido hizo un giro casi en el aire y se escabulló entre los juncos y pastos y se meneó tomando impulso. El bicho parecía responder a la voz y, como si fuera un perro, se diría que corría atento a la llamada. De haber tenido orejas, las habría alzado en dirección al grito.

El cabo quedó sorprendido y sin entender la cadena de hechos. Pero él mismo pegó un grito hacia donde había sonado el otro.

¿Quién anda?, dijo el vozarrón y repitió: ¡Ñaatooo!! Se oyó la voz otra vez ahora como hablando con alguien. Y volvió a gritar en dirección al cabo que se identificó con cierta desesperación en la voz y cierta alegría. Pero nadie respondió. ¡Aquí, aquí estoy...!, dijo un par de veces más y hubo silencio.

A los pocos minutos, se oyó una especie de chapoteo y vio moverse los juncos que lo separaban de la barranca. La figura de Oleg parecía enorme ahora. Calzaba unas botas altísimas y más lo empinaban mientras surcaba el estero como un acorazado de hombros anchos. El cabo lo miró con estupor pero inmediatamente recordó al yacaré y le pegó un grito advirtiéndole. Oleg parecía sordo y contento de verlo, pues no hizo el más mínimo caso a la advertencia y avanzó como si estuviera en un manso trigal. Llegó junto al bote, dijo algunas palabras ininteligibles entre sonrisas y en dos movimientos metió los brazos por debajo del motor mientras seguía murmurando algo posiblemente en ruso; después, revolviendo las aguas con los brazos y con un esfuerzo mediano, arrancó unas tiras delgadas que arrojó detrás suyo, unas raíces marrones y larguísimas. Rodeó el bote hasta encontrar la soga al frente y la ató al tablón y de ella tiró después esquivando pastos y plantas y algún ramaje hasta que llegó a un rellano junto a la barranca. El cabo saltó a la orilla con el bolso al hombro, mirando todavía con desconfianza hacia el agua. Oleg acomodó el bote y lo empujó de atrás ya con la ayuda del cabo hasta que quedó por completo fuera del agua. Remontaron juntos la pequeña barranca y allí vio el cabo el ranchito de Oleg como a unos 50 metros, en el único alto que se veía por los alrededores.


*   *   *


Todos estábamos en silencio. La mesa tenía una cabecera excluyente: el cabo y su relato. Se lo hicimos repetir dos o tres veces y cuando llegaba al asunto del yacaré nos mirábamos sutilmente sin mirarnos, asintiendo con la cabeza como si fuera normal. Oleg tenía un yacaré al que le hablaba y obedecía como un perro. Él lo llamaba -les digo que lo llamó Ñato, dos o tres veces, yo lo oí clarito- y el animal respondía obediente. No, no lo había visto ni en la barranca ni menos cerca del ranchito. Tampoco Oleg lo mencionó y cuando el cabo le preguntó si tenía perro, el ruso dijo que para qué, que era lugar seguro y él no trabajaba con hacienda. El cabo dice que al final se atrevió a preguntarle por el yacaré. ¿Yacaré?, dijo Oleg. Uno negro, largo, medio ñato..., dijo el cabo con intención. ¿Es suyo?, y lo miró a Oleg. ¿Mío? Disparate..., dijo alargando las sílabas el ruso. Pero yo vi uno que cuando usted gritó...., insistió medio enojado el cabo viendo que el otro lo esquivaba. Pero, señor..., dijo Oleg condescendiente. ¿Yacaré en estero? ¿Sabe cuánto yacaré hay en laguna, en estero? ¿Yacaré mío? ¿Cómo ser mío yacaré?, y largó una risotada de bosque, de estepa, ancha, gruesa, sonora...

Dice el cabo que ya no preguntó más porque vio que Oleg parecía irse enojando, a pesar de la risa, y que tal vez fueran imaginaciones suyas lo del bicho, aunque no creía. Nadie más le preguntó al cabo y nadie le mencionó el asunto a Oleg, que tampoco dijo jamás ni una palabra al respecto.



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(*) Esta serie de nueve relatos, que termina precisamente con éste, se llamó al principio Dichos de bichos. Primero me hizo notar un amigo que había libros con ese título, lo cual me trajo un pequeño problema. Después, le di a leer estas páginas a una buena amiga, pidiéndole algunos consejos criteriosos, de los que tiene de sobra. Me dio los consejos, pero, además, me resolvió el asunto. Es de esas gentes que aciertan hasta cuando fallan: confundió el nombre de la serie al hablarme de ella y sin más me sacó el asunto de encima. Y así es como estos nueve relatos, que ya conforman un pequeño libro que prontó aparecerá aquí en edición digital, pasó a llamarse Dichos con bichos, lo que debo agradecer.