viernes, 28 de noviembre de 2014

1914 - 2014: Aniversario del queso y el ron

 

En tiempos como los que corren, es una obviedad recordar 1984, la novela de George Orwell (o Eric Blair, si prefiere llamarlo por su nombre...) Y es claro que esa ya tópica distopía (ay...) está entre otras en una lista de las llamadas pedante y precisamente distopías, que son lecturas frecuentes en estos días, tal vez porque se parecen. Digo que tal vez se parecen las novelas a estos días.

Las hay de toda laya, yendo de las cosas del cielo a las de la tierra (y de las cosas de la tierra, de cuando finalmente le llegue a la tierra el Cielo...)

Y las hay muy serias y coloridas, imaginativas y tensas, proféticas y agudas, en todo el andarivel.

Igual, un servidor recomendaría releer la obra de Orwell. Más allá de los motivos y los paisajes interiores que hayan acuciado al inglés, que tuvo sus motivos y sus intenciones para pintar lo que pintó en el relato que publicó en 1949.

Tal vez sea verdad que Orwell pudo haberse decidido por el título 1984 recordando que en ese año ocurrían los hechos significativamente disparatados que Chesterton relata en El Napoleón de Notting Hill, en otra de esas imaginaciones de futuros grises y agrios, aunque en el caso del inglés gordo tengan un calado simbólico más elaborado que en el del inglés flaco.

Como fuere, una descripción de quién, a quiénes y cómo gobierna en el mundo en ese 1984 es bastante para entender la utilidad que puede tener su lectura. Los extravagantes y terribles Ministerios del Amor, de la Verdad, de la Paz y de la Abundancia, sus verdaderos objetivos más allá de sus nombres seráficos (respectivamente: la tortura y el horror, la falsedad y la mentira, la guerra y las discordias, la pobreza y la hambruna) y la existencia de la disolvente neolengua que postula Orwell para el futuro como un puntal de la desesperación y la confusión, serían también suficientes elementos -más allá de la historia ácida y desesperante de Winston Smith, el protagonista-, para que la obra tuviera algún valor.

Sí.

Claro. No es la única, como dije. Pueden leerse varias. Y todas.

Pero.

No importa cuáles y cuántas lea, mi amigo. Dése usted un atracón, incluso si es de los que quieren alimentar su afán prófetico y hasta quieren desbocar su apetito desordenado de avistamiento de futuros.

Hágame caso: si quiere ver si en el pasado alguien habló en novelas del futuro, y ver si eso que dijo es nuestro presente (y tal vez nuestro futuro, también), lea nomás. 

Pero.

En cualquier caso, lea lo que leyere, lea a la vez La hosteria volante de Chesterton. Y nada de todo aquello lea solamente sin leer esta otra novela.

No es menos futurista. No es menos distópica (ah..., al carajo con las palabritas...)

En The Flying Inn tendrá ocasión de paladear símbolos, advertencias, profecías y disparates con sentido, creo.

Y sobre todo uno (o varios en un trazo): porque en cualquier momento puede pasar -si ya no tiene que estar pasando- que uno se lleve el cartel de una taberna y ande por el mundo con un barril de ron y una horma de queso al hombro, dando de beber y de comer a quienes tanto lo necesitan, siendo para ellos en algo posada y taberna itinerante, lo que es casi casi un oxímoron si se piensa que la posada es el símbolo del estado de término, del puerto, del lugar hacia el cua se va, al cual se llega para ya no ir más allá.

Y cuando haya hecho esto, cuando haya leído esos disparates chestertonianos, todavía le quedará la fascinante tarea de entender lo mejor que pueda qué significa sacarle el cartel a una taberna e ir cargándolo para que la taberna ande por el mundo flameando su insignia y yendo a los hombres, y qué significa tener que cargar por el mundo con un prohibido barril de ron y una interdicta horma de queso, para alimento y regocijo de los hombres, si es que ya no queda otra casa, otra posada adonde puedan expandir los hombres fatigados su descanso y su gozo.

Chesterton escribió esto en 1914, hace 100 años.

Feliz cumpleaños.