martes, 28 de abril de 2015

Bárbara Argentina (II)




Una nación no puede ser mandada al convento, eso parece claro.

Pero debería, a veces. Y que el convento sea el símbolo de lo que mejor les guste.

Bárbara Blomberg tuvo esa suerte. Y tuvo la suerte de que su hijo bastardo fuera tan atento como buena persona. Y corajudo, cómo no.

Buen corazón, cojones y cabeza. Eso hace falta para mandar a la madre que lo parió al convento cuando la buena doña no se cansa de loquear y dilapidar su alma.

Pero una nación no puede ser mandada al convento, así como así, a enderezar sus frivolidades, la superficialidad de su estado, el descuido de su rango, que no tiene por qué ser rango de sangre, sino rango de destino, más que nada.

Después de todo, a Bárbara Blomberg le tocó en suerte ser la madre de un gran hombre. Y sin eso sería apenas Bárbara Blomberg, a secas y secamente. Pero Bárbara Blomberg se olvidó de que ella también era la madre patria de su hijo y se hizo la distraída una punta de años. También ella, como una patria, es el alma mater, la nodriza que alimenta. Pero, por frívola y tarambana, Bárbara Blomberg casi se gasta el alma de madre que da de comer a los hijos. Y así lo hace una nación cuando es frívola y tarambana. Y así, cuando una nación es frívola y tarambana, hace de sus hijos unos bastardos.

Pero se ve que Don Juan, por bastardo que haya sido, no era hijo nada más que de la rumbosa Bárbara. Y se ve que ella no era nada más que la rumbosa Bárbara, porque algo de ella y a pesar de ella tuvo de ella Don Juan, que no era hijo nada más que de su padre.

Como haya sido, con el gesto caritativo del hijo, en 20 años, parece, la buena señora se rehizo y se deshizo y se volvió una respetable señora comarcana, sin estridencias, a la que los franciscanos que la recibieron en su tumba recoleta en un rincón cántabro la aprecian creo todavía hoy, sinceramente.

Pero si se deshizo fue sacándose a lonjas la piel superficial, la frivolidad de su traza y de su paso por el mundo. Y lo hizo en un silencio limpio que es la inicial medida terapéutica de toda frivolidad. Nada como callar para aspirar siquiera a una módica grandeza. Nada como preferir callar cuando el hablar es vano: así es posible decir alguna cosa que valga la pena.

Con toda razón dice Chesterton que la persona frívola es aquella incapaz de apreciar en su totalidad el peso y el valor de la nada.

*   *   *

La Argentina mía, la nuestra, es en tantos sentidos una Bárbara Blomberg. Está signada por la frivolidad y la liviandad, es hija y madre de ruidos huecos, es una oquedad de barullos, como en un mercado de baratijas, un bazar con aromas de fritangas y trapisondas y vocingleríos de ideas estúpidas dichas con la pomposidad de un cortesano amariconado y empolvado o con la insolencia de un compadrito.

Y la Argentina nuestra, mía, está emparentada con cierta bastardía, España mediante. Porque la Argentina no es la hija mayor de España en América. Ni la segunda, ni la tercera. Y hasta diré que Buenos Aires es más bastarda -en un sentido amplio y metafórico- que las demás ciudades argentinas al norte de la pampa.

Como se ve en Don Juan de Austria, se puede ser un bastardo inmenso y glorioso, hijo de otras inmensidades de hombres. Con lo que, ser bastardo, no significa ser necesariamente un hideputa, castizamente dicho. De modo que nada de excusarse en la pobreza legal del origen para justificar la pusilanimidad, nada de mirar el origen ramplón para justificar a un mercachifle tirifilo y farabute.

De México abajo, pasando por buena parte del Caribe y recorriendo la espina de los Andes, el Perú y Bolivia además, llegando al Tucumán y a Córdoba, cualquiera ha sido más que Buenos Aires por origen e historia. No lo serán hoy y eso será por esto y aquello. Pero lo fueron para España, allá lejos. Cosa que le pesa a Buenos Aires y siempre le pesó y es así que creo que, entre otras razones, por eso mismo Buenos Aires, y lo que ella ha representado desde hace mucho, se vengó dándole a la Argentina el tono de una madama guaranga con el ropaje frívolo que la ha vestido desde hace más de 200 años. Y que la viste hoy.

Claro que hay hombres grandes en estas llanuras nuestras. Claro que en medio de tanto pelafustán y perverso, en medio de tanto pisaverde y hueco, hay héroes y santos. Y hay muchas buenas personas, ellas mismas hijas de esa misma madre frívola y logrera, dilapidadora y superficial.

¿O acaso aquella riente y dicharachera Bárbara no hizo ella misma en sus entrañas al mismo Don Juan? ¿Acaso no sabemos de ella porque él existe? ¿Habría tenido nombre propio el revolcón de Ratisbona de Don Carlos emperador y cincuentón fogoso sin Juan de Lepanto? Claro que no.

Bárbara entra en la historia no porque haya tenido amoríos de adolescente casi con el dueño del mundo a mediados del siglo XVI.

Bárbara Blomberg entra a la historia del mismo modo que entró al convento: de la mano de su hijo, no de su amante.

Y casi diría que entró definitivamente en la historia cuando su hijo la ocultó del mundo. Allí se hizo notable. Y noble.

*   *   *

La Argentina mía, nosotros, somos una Bárbara Blomberg. Una locuela cuarentona, viuda de un buen hombre si acaso, y amante de un gran hombre (sea esto símbolo de lo que más les guste...)

Y así es nuestra Bárbara Argentina: con unos cuantos reales en la bolsa para gastar en mesas de naipes o en burdeles, o en salones elegantes de nada de nada, vistiendo con una gracia vacía e indolente el salón de baile de cualquier rey falso.

Olvidados de haber parido siquiera un hijo grande, inmenso (sea esto el símbolo de lo que mejor les guste...), allí andamos, borrachos por las calles del tiempo, sin saber de cierto si estamos volviendo de una juerga o yendo a otra, a la hora en que la luz no sabe si es de día o de noche.

Y allí vamos, por las calles de la historia, abrazados a petimetres y truhanes, vendiendo nuestra vapuleada dignidad por unos maravedíes de fuegos artificiales y mundanos, brindando con obligados licores amargos, cómplices de cualquier contrabando, tramoyeros, bagayeando cualquier mercancía, luciendo sobre el cuerpo fláccido y trajinado de calavereadas los trapos deslucidos de ideas grandes, meneando las carnes prostituidas para sacarle una leche agria a una teta cansada de alimentar cafishos, endulzados los oídos estragados por palabras de nada de nada que adormecen como una hipnosis, gritando canciones obscenas y a risotadas babeantes. Apoltronados en cálculos miserables, paladeando glorias de boudoir, carcajeando triunfos abyectos.

*   *   *

¡Carajo!


¡No tener un Don Juan de Austria!

¡No tener un bastardo noble y alto que de una gentil manera y de una buena y santa y honrosa vez nos meta sin alardes en un convento (sea el convento símbolo de lo que mejor les guste...) y nos haga callar la boca y así nos saque de madama ojerosa y nos vuelva una buena madre!






sábado, 25 de abril de 2015

Bárbara Argentina




En la página 237 de Dulcinea y otros poemas (hecho en Madrid por las Ediciones Cultura Hispánica, en 1965), Braulio Anzoátegui incluye este poema.

Llanto de Bárbara de Blomberg por la muerte de Juan de Austria, su hijo

Las gaviotas
iban tirando navajazos alrededor de tus galeras.
Una hecatombe de gargantas rotas
promediaba de púrpura y de sangre las líquidas praderas.

Y en medio tú, alférez y almirante,
paje hasta ayer y dueño ya del día,
con la camisa abierta y un pie adelante,
como sonriendo contigo mismo de tu bastardía.

¡Ay mi niño perdido!
¡Ay mi niño!

En medio tú. Y los altos arcángeles decorándote un cielo
levantado de garzas.
Tú entre olas y alas. Y en tu corazón doncel la gracia y el anhelo
de ser como un pañuelo en despedida entre un incendio de zarzas.

Perceval te vertía en el oído
Dios sabe qué mensaje
de rondas infantiles. Y en el fragor de la batalla resplandecías como un niño perdido,
almirante de hoy, hasta ayer paje.

¡Ay mi niño perdido!
¡Ay mi niño!


Es una gentileza de Anzoátegui, creo, titular a la Madama Bárbara como de Blomberg, porque en rigor no era de, por burguesa.

Pero si es una gentileza, es una gentileza pareja a la de su hijo de ella, mi querido Don Juan, que tuvo varias, por más que hoy sus cuidados y atenciones a su madre resabian algo ásperos al paladar nuestro, pero eso por culpa nuestra y no de Don Juan, lo bien que hizo.


Vayamos al principio.

El dizque algo triste y cuitado por entonces Carlos emperador, andaba por Ratisbona en asuntos del imperio. Había enviudado de Doña Isabel de Portugal en 1539, que murió precisamente cuando paría a un niño que se llamó Juan y no sobrevivió a su nacimiento.

Un año antes, en 1538, había muerto apenas con un año de vida otro hijo suyo legítimo también llamado Juan de Austria; en 1535, había nacido a su vez una Juana de Austria que alcanzó a vivir hasta los 33 años.

También entre los hijos extramatrimoniales -de los varios que tuvo- hay una Juana de Austria, nacida en 1522 de madre innominada para la historia, por ahora.

Finalmente, claro, ya viudo de la bella Isabel, apareció en aquella estadía en Alemania que dije la jovencita pispireta de 19 años, dicharachera, bonita, cantante y riente, que tuvo sus amoríos con Carlos en 1546 y parió al insigne Don Juan al año siguiente, el último de los hijos de Carlos, que se sepa, así como su hermanastro Felipe había sido, que se sepa, el primero.

La historia de Jeromín ya está dicha y escrita. Y de cómo de bastardo secreto para algunos e ignoto para casi todos pasó Don Juan a insigne modelo -quizás hasta del mismísimo Quijano el bueno de La Mancha-, eso es asunto también conocido.

Menos sabido o menos recordado es el caso gentil que mentaba antes.

Bárbara casó en 1550 con quien era custodio del niño Juan y vivió en Bruselas. Le dio un hijo por descendencia y enviudó de él pasados unos 20 años. Y es así que el tal Jeronymus le prestó nombre al hijo de Bárbara y Carlos, hay que decirlo, así como en los primeros años de algún modo veló su origen. Juan vivió más bien lejos de su madre natural y fue criado en España por quienes Carlos dispuso a su mejor entender. De su niño algunas noticias Bárbara tenía porque, entre otras cosas, en atención a sus amoríos reales tenía algún lugar en alguna corte subsidiaria.

Poco antes de Lepanto, viuda ya, la bonita Bárbara, con algo más de 40 años, se zambulló por completo en una vida agitada que con el tiempo fue más que comidilla, escándalo.

Para entonces, Juan ya había sido reconocido como hijo del emperador y hacía de las suyas, que eran mejores que las de su madre, hasta llegar a ser el Almirante y la insignia mayor de aquella armada que vapuleó al turco en las costas orientales del Mediterráneo en 1571. Poco después, y hasta su muerte en 1578, penó en una tarea de gobierno que no era lo suyo, aunque también allí hizo de alguna manera de las suyas. Y lo bien que hizo, digo yo.

Pero antes de morir, el estruendo de los escándalos de su madre se le hizo a Juan ensordecedor.

¿Y qué hizo Don Juan?

La mandó buscar y (aunque con algún subterfugio) la metió en un convento, gentilmente.

Eso fue en 1577. Pero, todavía  joven él, Don Juan murió al poco tiempo y Bárbara pasó del convento de Valladolid a una vida laica aunque bastante recoleta y pacífica, hasta que partió de este mundo unos 20 años después, en la cántabra Ambrosero, de Bárcena de Cicero, villa que hoy por hoy no tiene más que 200 habitantes, y eso si acaso, y según dicen.


Una real gentileza he dicho y eso creo que fue, ciertamente.



Visto lo cual, y por una vía que no me pregunten cuál es, me pareció que el asunto bien podría aplicarse a mi Argentina y dirán algunos que caprichosa o incomprensiblemente.



Pero eso lo dejo para la próxima.







domingo, 12 de abril de 2015

Spleen de abril


Todo el aire de abril se ha deleitado
y saborea el sol que Otoño deja
en las hojas, los ojos y la reja
de la ventana en la que está acodado.
La luz, el viento, el cielo desusado,
un cítrico esplendor que el sol espeja
y rueda por la calle despareja
mientras un silbo se oye perfumado.
En ráfagas de tiempo, ya el futuro
nostálgico de todo lo que ha sido
labra la piedra gris de su mañana.
Apenas un gorrión descolorido
pone a su paso un resplandor oscuro
y a tono con su ceño y su ventana.




martes, 7 de abril de 2015

¿Por qué Galilea?




Un joven chileno que estudió con los Maristas en Rancagua, se recibió en la Católica del Maule y trabaja por estos días en la Católica de Chile, y que tiene bastante actividad en la iglesia chilena, publicó hace dos años estas líneas sobre la Galilea que se menciona en los evangelios tras la Resurrección, precisamente en el encuentro de Jesús con las mujeres que -aparte de los ángeles- fueron las primeras en verlo resucitado.

El título que el joven de marras desarrolla es largo: “Vayan a Galilea, allí me verán”. La situación de Galilea como lugar teológico de encuentro con el Cristo resucitado. El artículo tampoco se me hizo corto.

El episodio al que se refiere está en san Mateo específicamente, y la expresión que comenta está en el versículo 10 del capítulo 28. Pero es parte de un pasaje más largo que incluye el encuentro de las mujeres con el Ángel que les anuncia la Resurrección y les da la misma comanda de avisarle a los discípulos que el Señor se encontrará con ellos en Galilea. Otros evangelistas hacen menciones similares de estas primeras horas después de la Resurrección de Cristo.

Encontré el artículo que dejo más arriba en un lugar protestante que se explica a sí mismo diciendo:
Lupa Protestante, fundada en el año 2005, es una revista de teología, opinión y cultura desde una óptica cristiano-progresista, evangelizadora, crítica, ecuménica, inclusiva y en diálogo con la sociedad contemporánea y las tradiciones religiosas no cristianas. Es publicada por la Asociación Ateneo Teológico.

Los que quieran, pueden leer la nota. Deberían, digo yo.

En cuanto a un servidor, la volverá a leer y después hablamos.

Pero cabe decir antes que san Agustín, en su comentario a este pasaje recogido por la Catena Aurea, dijo:
El Señor no había de darse a conocer en el lugar en donde se había dejado ver por vez primera, sino en Galilea (en donde fue visto después) y donde mandó que podía ser visto, tanto por medio del ángel, como por sí mismo. Esto es un misterio cuya comprensión todo fiel debe buscar. 
Más específicamente, san Agustín se ocupa del asunto en varios puntos (79 al 86) del capítulo 25 del Libro III de su obra De consensu evangelistarum, una especie de concordia evangélica en donde el obispo de Hipona busca resolver las diferentes formas en que los evangelios presentan episodios iguales (para quienes prefieran evitar el latín, pueden leerlo en italiano).

También eso mismo convendría ver con cuidado pues, entre otras cosas, esa vista en Galilea de la que hablan tanto el Ángel de la Resurrección como Cristo mismo -a María Magdalena, por ejemplo-, no es la primera sino recién la octava vez que Cristo se aparece resucitado, en la cuenta que allí enumera san Agustín. Varias veces estuvo resucitado en Jerusalén, o cerca, o en Emaus, antes que en la Galilea que dijo. Y por eso mismo dice san Agustín que hay que ocuparse con calma y cuidado del asunto, porque hay un significado importante en esa Galilea que dijo ser la primera y no fue.

Por cierto, lo que importa es Galilea y no el joven chileno, que está puesto ahora simplemente como un modo de ver las cosas de arriba aquí abajo que, dicho sea también, no es exclusivo ni de protestantes, ni de ópticas cristiano-progresistas, evangelizadoras, críticas, ecuménicas, inclusivas y en diálogo con la sociedad contemporánea y las tradiciones religiosas no cristianas...

Porque ciertamente, cumpa, hay más inmanentismos que los que sueñan tus lecturas...

Sobre todo entre los católicos, cuando parece que hablan de las cosas de arriba y solamente hablan del patio de su casa.  






viernes, 3 de abril de 2015

Llorar sin llorar




El llamado protoapocalipsis o sermón parusíaco en el que Jesús profetiza lo por venir en dos tiempos (la destrucción de Jerusalén y el fin de los tiempos) lo tienen san Mateo en el capítulo 24 (algo hay en el 10), san Marcos en el 13 y san Lucas en el 21. Ocurrió junto al anuncio de su Pasión y Muerte, el martes santo, dos días después de su entrada triunfal en Jerusalén.

Pero sucintamente la cuestión aparece de nuevo en el camino al Gólgota, cuando se detiene ante las mujeres que lloran y a las que les advierte que no es por Él por quien deben llorar sino por ellas mismas y sus hijos, y esto por los tiempos que vendrán, lo que también se entiende en dos tiempos. Este asunto está sólo en san Lucas (23, 26-32) y allí dice de Él mismo y de ellas (ellas que, bien mirado, somos nosotros también y son también los que estén al final de los tiempos): Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará? (Lc. 23, 31)

En la Catena Aurea, Teofilacto comenta la reprimenda y advertencia de Jesús a las mujeres y dice: El que ha de padecer para triunfar, no debe ser llorado, sino más bien aplaudido. Por esto les prohibe que lloren.

Y lo que les prohibe a ellas, nos lo prohibe a nosotros, digo yo. Porque tantas veces lloramos por Él como si Él hubiera perdido, con la excusa de que lloramos por nosotros si creemos que vamos perdiendo. Y a veces más y hasta peor: como si nosotros hubiéramos perdido porque Él perdió.

Esas ganas de ganar nosotros que parece que hay cuando se olvida que Él ganó y nosotros con Él...

¿Quién nos habrá enseñado tan mal el Catecismo como si fuera el reglamento del T.E.G., para que andemos llorisqueando y moqueando, olvidando y apartando con el dorso de la mano temblequeante no sólo Su victoria sino el sentido de la historia de la que Él es Señor, además?




Por su parte, el Crisóstomo comenta el pasaje de san Lucas (23, 33: Y cuando llegaron al lugar que se llama de la Calavera, le crucificaron allí; y a los ladrones, uno a la diestra y otro a la siniestra), y dice:
El Salvador había venido, no a destruir su propia muerte, la que no tenía, porque era la Vida, sino la de los hombres. Por esto no se reservó su cuerpo de la muerte, sino que permitió que le fuese impuesta por los hombres. Y si hubiese enfermado su cuerpo, y se hubiese disuelto en presencia de todos, no habría dejado de producir mal efecto, puesto que mientras había curado las enfermedades de los demás, tenía su cuerpo sometido a las mismas. Y si hubiese abandonado el cuerpo en alguna ocasión, sin enfermedad alguna, y después se hubiese vuelto a presentar, no se habría creído que hubiera resucitado: la muerte debe preceder a la resurrección. ¿Cómo habría podido hacer creer en su resurrección, si no hubiese probado antes que había muerto? Y si todo esto hubiera sucedido en secreto, ¿cuántas mentiras no habrían inventado los hombres incrédulos? ¿Cómo podría conocerse la victoria del Salvador en su muerte, si no la hubiese sufrido en presencia de todos, y hubiese probado que la había vencido por la incorruptibilidad de su carne? De este modo se dirá: hubiera sido conveniente que hubiese elegido otra muerte mejor, evitando así la ignominia de la cruz, pero aun cuando así lo hubiera hecho, habría dado lugar a la sospecha, haciendo ver que carecía del valor suficiente para arrostrar cualquier muerte. De este modo se presenta como luchador, venciendo a aquel que su enemigo le ofrece, apareciendo más fuerte que todos. Por ello aceptó, para salvación de todos, la muerte más ignominiosa que sus enemigos le ofrecieron, y que ellos mismos consideraban como dura e infame, para que destruida ésta, quedase destruido en absoluto el dominio de la muerte. Por esto no se le corta la cabeza como al Bautista, ni fue descuartizado como Isaías, porque debía conservar el cuerpo íntegro después de su muerte, no fuera que algunos tomasen ocasión de ello para dividir su Iglesia. Quiso llevar también sobre sí la maldición en que nosotros habíamos incurrido pecando, recibiendo una muerte maldita, como lo es la de cruz, según aquellas palabras: (Dt 21) "Maldito el hombre que pende de un madero". Muere en una cruz, y con los brazos abiertos, para atraer hacia sí, con una mano, al pueblo antiguo, y con la otra, al pueblo gentil, uniéndolos entre sí y consigo mismo. Muriendo en lo alto de una cruz, purifica la atmósfera de los demonios que la inundan, facilitándonos así la subida al cielo.


Y aquí ya no puedo ni debo decir más.







jueves, 2 de abril de 2015

Iluminados por los chicos



“Un verdadero maestro de las artes marciales vence a otras fuerzas enemigas sin batalla, conquista otras ciudades sin asediarlas y destruye a otros ejércitos sin emplear mucho tiempo.”

“La victoria completa se produce cuando el ejército no lucha, la ciudad no es asediada, la destrucción no se prolonga durante mucho tiempo, y en cada caso el enemigo es vencido por el empleo de la estrategia.”

“Los expertos son capaces de vencer al enemigo creando una percepción favorable en ellos, para así obtener la victoria sin necesidad de ejercer su fuerza.”

Estas tres frases pertenecen a Sun Tzu, el estratega y pensador chino de hace más de dos milenios y medio. Resumen la estrategia de un maestro de combates para lograr la derrota de un pueblo entero, con sus ejércitos y todo, sin tirar un sólo tiro: vaciándolo de todo lo que importa, de todo lo grande y noble, y especialmente de la voluntad de combatir por lo que tiene que combatir, aunque tenga que combatir sin armas.

Y las recordé inmediatamente esta mañana cuando recibí, quién sabe por cuál artilugio del éter, un correo masivo de Mauricio Macri que se creyó en la obligación de firmar hoy una notita titulada Ellos no sabían, referida a los soldados que combatieron en la guerra por las Islas Malvinas en 1982.

Firmar digo y no escribir, porque diría que no la escribió él.

Quien lo hizo, andá a saber quién fue, bien podría haber sido el mismo que escribió el guión de Los chicos de la guerra (Bebe Kamín, 1984) o Iluminados por el fuego (Tristán Bauer, 2005).

¿Pero cómo Macri va a firmar semejante hijoputez? ¿Es progre ahora? ¿No quedamos en que es la derecha?

No diga pavadas, muchacho.

Lea Sun Tzu y no diga más pavadas.


Acá está la notita de Macri.
Ellos no sabían

Mientras se preparaban para partir a las islas, ellos no sabían que aquel día en sus casas era el último. No sabían que nunca más se levantarían de esa cama. No tenían ni idea que cada puerta que cerraban, cada cosa que movían, cada cuarto que dejaban atrás, lo hacían para siempre. Nadie les avisó que al despedirse, los besos y abrazos que les dieron a sus madres, a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a sus esposas, a sus hijos, serían los definitivos.

Cada 2 de abril -especialmente cada 2 de abril entre todos los días del año- ellos son un recuerdo doloroso. Son una foto en un portaretrato, una prenda que quedó en el ropero, un banderín de un club que pierde el color colgado en la pared, una anécdota evocada con cariño, una última carta. Otras familias tienen a sus hijos con ellos, volvieron heridos, o volvieron sanos, aunque también están heridos. Porque todos ellos fueron heridos en las islas, todas sus familias fueron lastimadas. Nadie salió ileso.

Hace 33 años, la insensatez hizo que el agua del océano y la tierra fría se llevaran a 649 hombres. No son hombres cualquiera, tienen los honores que la historia sólo le entrega a los héroes. Desde entonces la Bandera es un poco más de ellos que de todos nosotros.

Esas islas en el Atlántico, de manera inexorable y en paz serán nuestras. Aunque ellos jamás volverán.

Por eso, silencio y respeto para recordarlos.

Mauricio.

Las películas que dije arriba, si no las vio, déjelas pasar. La ventaja que tiene la notita es que dice lo mismo pero bastante más breve. Iluminados dura 100 minutos y Los chicos, 99.

¿Ve? ¿Pa' qué, si en menos de 2 minutos tiene lo mismo?


¿Pero entonces Mauricio Macri y Hebe de Bonafini son la misma cosa? ¿Y Scioli es lo mismo que Pitrola? ¿Y Massa es lo mismo que el Cuervo Larroque? ¿Y Clarín y La nación lo mismo que Pagina/12? ¿Y...?


Ay, ternura de chambón...


Claro que sí, pelandrún: ¡bienvenido a la fiesta!