domingo, 28 de junio de 2015

Amor a ciegas


Enamorado estaba.

¿Enamorado? ¿Enamorado amando como aman de veras los amadores de veras enamorados?

¿Por qué no? ¿Hay que dudarlo?

Sí, tal vez. Porque los versos pueden hacer aparecer cosas en el aire, en el aire de la palabra, que no están en ninguna otra parte sino allí. Y entonces, tal vez, la palabra ni siquiera es palabra entera y es como cáscara vacía y trucante, peor.

Y entonces uno mismo puede ser otro. Y el otro, que sólo aparece en las palabras, hacer de uno mismo. Porque hay una voz en una parte y un corazón en otra parte, que no es el corazón de esa voz, ni esa voz es la suya de él. Ya sea que la palabra diga lo que no hay, como que no diga lo que hay.

¿De quién hablamos?

¿De quién? Tal vez de quienes...

Pasó que leía a la vez por distintas razones dos asuntos distintos. Versos de Borges y el libro del Padre Castellani sobre san Agustín. Pero se juntaron en mi mesa, nomás y por lo pronto. No sé si podrían andar juntos el fuego de uno y la ceniza del otro.

Sin embargo.

Hay un pasaje de las Confesiones en el que Castellani se detiene apenas un momento, pero se detiene. Y es precisamente una historia de amor. O dos. O ninguna, si nos ponemos enigmáticos.

Por su parte, en El otro, el mismo, Borges trae dos sonetos en suite bajo el título 1964, que son dos infrecuentes quejas de amante desengañado y desolado y hasta en primera persona. Infrecuentes en él, se entiende.

Así que, por lo pronto, estoy hablando de Borges. Pero, y como son las cosas, viera usted, los dos asuntos no sólo aparecieron uno detrás del otro, sino que se me juntaron en el caletre y ahora estoy mirando a san Agustín y a Borges a la par, a ver qué se ve.

Vamos primero a los textos, que sin ellos no hay comentario.

(De los textos, claro... Otra cosa es la vida, por supuesto, la vida que pasó realmente -no lo que se dijo de la vida que nos pasó, o que no nos pasó...-: pero de ésa hace comento, y más que eso, uno que está bien bastante más arriba que yo...)

1964

I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.


II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

Por otra parte, el texto de Castellani (en San Agustín y nosotros, páginas 43-45) es éste:
Pero ahora que hemos defendido a Agustín es menester que lo acusemos -y él ya no puede defenderse y explicarnos más su conducta. Hay un hecho en su vida que lastima nuestra sensibilidad romántica y es su conducta con una mujer, con su mujer; la madre de su hijo Adeodato; y él nos narra ese hecho en el libro VI sin dolerse de él y en apariencia sin reparar en él mayormente. A los treinta y un años, después de un resonante panegírico del Emperador pronunciado delante de la Corte, cuando había comenzado a separarse de los maniqueos y a escuchar sermones dominicales de Ambrosio... su madre Mónica lo persuadió a que despidiese a su concubina, que había convivido con él diez años y se comprometiese con una niña patricia que tenía doce o trece años y por tanto no podía casarse sino dentro de dos años al menos; y la Mónica del diablo creyó haber obtenido un gran triunfo con eso. Pero Agustín, después de despedir a su concubina antigua, tomó otra nueva, y le dio el disgusto del orbe a su bienintencionada madre. La mujer despedida, que le había sido fiel tantos años, hizo voto de continencia, perdió a su hijo y a su amante, volvió a su pueblo, se hundió en la oscuridad, y no sabemos nada de ella, ni siquiera su nombre.

Agustino cuenta lamentando con grandes ponderaciones el robo de unas peras que hizo cuando era arrapiezo; y cuenta con aparente indiferencia o almenos seca brevedad este hecho que lastima nuestra sensibilidad romántica y lo hace aparecer a nuestros ojos como un villano. San Agustín no fue un villano, fue uno de los corazones más nobles y generosos que han existido; -si es que hay alguna evidencia psicológica en el mundo, es ésa. ¿Qué pasó aquí? "Ése es un enigma que no resolveremos jamás", dice Papini: todas las conjeturas que se pueden hacer para justificar este hecho caen por su base. ¿Esa mujer le fue infiel? No. ¿Se le volvió insoportable? No. ¿No podía casarse con ella porque era pagana? No. ¿No podía casarse con ella porque era esclava? No. ¿Ya no la amaba más? No. El bienaventurado Ángel Vega dice: "la verdadera razón hay que buscarla en la providencia divina, que tenía dispuesto de él que fuera Obispo de su Iglesia, y había que despojarle de ese impedimento." La providencia es muy bicha, pero en este caso se equivocó, porque el futuro Obispo tomó enseguida otro impedimento.

Las palabras del interesado en el capítulo XV del libro VI, son las siguientes:
"Entre tanto mis pecados se multiplicában y, arrancada de mi costado, como obstáculo para mi matrimonio, aquélla con quien solía dormir, mi corazón adherido a ella manaba sangre, destrozado y herido. Y ella se volvió al África haciendo voto a Ti de no conocer otro varón, dejando conmigo mi hijo natural y suyo. Pero yo desdichado, y no imitador de ella, impaciente de la dilación, que sólo después de dos años habría de conseguir la que pretendía, no siendo amador del matrimonio sino siervo de la libídine, me procuré otra, no ciertamente mujer legítima..."(*)
Este drama psicológico, del cual realmente podría sacar un drama un escritor moderno, aparece como un relámpago ante nuestros ojos, en las palabras breves y exactas del gran escritor. Es el drama de la flaqueza humana, con la cual no habían contado ni la devota madre ni la pueril prometida: "mis pecados se multiplicaban." Sin la gracia de Dios no puede el hombre nada en orden a su salvación, como repetirá después tan insistentemente el doctor de la Gracia. Agustín aceptó con sinceridad y de buena fe el consejo de su madre que era bueno, de corregir su vida, encauzándola en un honesto matrimonio; y la madre, buena casamentera y despiadada con las otras mujeres, como suelen ser las mujeres, condenó a la concubina y buscó otra novia "jovencita, noble, rica, virtuosa, y bien educada", como la describe Agustín cuando en el 387 escribía los Soliloquios, esperaba el bautismo y pensaba todavía en el matrimonio: primer momento. Segundo momento: la mala costumbre y el vicio inveterado arrastran a Agustín a la segunda mala relación, no es capaz de resistir a la pasión de la carne. Tercer momento, después de convertido, tiene fuerza para dejarlo todo, el matrimonio incluso, por el voto del celibato religioso. El gran agustiniano que fue Kirkegord diría que Agustín saltó del estadio estético al estadio religioso, no suprimiendo el estadio ético, naturalmente, eso es imposible, sino absorbiéndolo en el estadio religioso. El estadio ético hubiera sido un honesto matrimonio. Video meliora proboque - deteriora sequor... cantó el poeta pagano Ovidio: Veo y apruebo lo mejor - y luego sigo lo peor. Sólo la adhesión decidida y total a la Luz Invisible puede coalescer la voluntad del hombre, y hacerlo uno; sin ella nos engañamos acerca de nosotros y estamos divididos en nosotros mismos, y somos presa de las aves de presa también invisibles que habitan las tinieblas estas.


Y hasta aquí los textos.

Ahora, como debe ser, déjese reposar y véase con cuidado y atención cada cosa dicha.

Y más adelante veremos a ver qué se ve.



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(*) Ese capítulo termina así: "...sino para sustentar y conducir íntegra o aumentada la enfermedad de mi alma bajo la guarda de mi ininterrumpida costumbre al estado del matrimonio. Pero no por eso sanaba aquella herida mía que se había hecho al arrancarme de la primera mujer, sino que después de un ardor y dolor agudísimos comenzaba a corromperse, doliendo tanto más desesperadamente cuanto más se iba enfriando."