lunes, 31 de agosto de 2015

El capitán


No era el coraje gris de los valientes
que blanden sus corajes al espejo.
Era un coraje silencioso, añejo: 
era el coraje de los inocentes.
No pronunciaba el mando ni el consejo;
no tenía palabras imponentes;
ni heridas de fingidos combatientes;
y, de su fuerza, ni siquiera un dejo.
Pero a veces sus ojos se encendían
y entonces su mirada gobernaba
la luz. Y gobernaba corazones:

en vilo,
a cualquier parte lo seguían
cuando aquella inocencia les llamaba
la sangre a alguna guerra, entre canciones.




domingo, 30 de agosto de 2015

Herencia


Te dejo las mañanas cegadoras,
las de miel, las de niebla, las heladas
mañanas del rocío, las rosadas,
las crujientes mañanas vencedoras.
Te quedarán las lunas labradoras
y las tardes enteras reposadas,
y noches tintas, cálidas, calladas
como estrellas; y brisas escultoras.
Recibirás arroyos y veredas,
y heredarás gaviotas y zorzales,
lirios, nubes, cenizas, temporales,
desiertos y las rubias arboledas
de aromos, y las piedras y humaredas.
Y un ciprés y la sierra y los trigales.


 

sábado, 29 de agosto de 2015

Pretérito imperfecto


El pretérito ha dejado de existir y el futuro no existe aún.
San Agustín, Confesiones, XI, 14

Vivir quiero conmigo...
Fray Luis de León, Oda a la vida retirada



Me decías ayer...
(nomás ayer, el mundo parecía
un sitio para hablar,
un camino arbolado, un buen lugar,
la vera de un arroyo, una plaza vacía;
o en el rincón de un bar,
junto a un fuego que ardía,
dejar que el tiempo pase y conversar,
beber un trago amable de alguna buena cosa,
que una mano servía
con medida cordial y generosa:
buen mosto, una bebida spiritosa...)


Me decías ayer...
(¿fue ayer acaso,
o al tiempo lo hice ayer para creer
que yo no voy ni paso,
que ayer es una historia sin fracaso,
sin nada que perder
ni que ganar; y así en ayer retraso
la vida que no deja de correr,
con mucho tiempo atrás para no ver
y tiempo por delante, pero escaso...?)


Me decías ayer...
(¿era una voz real o es mi recuerdo
que busca en los estantes
sonidos elegantes,
dicciones bien sonantes y afinadas;
o, entre sones de acordes delirantes
siquiera interesantes,
tal vez alguno cuerdo,
ni frívolo, ni críptico, ni lerdo
que, en tumultos de voces insípidas y ajadas,
al menos diga algo que no sean pavadas...)


Me decías ayer...
(pero, ¿era a mí a quien la voz decía?
¿era el apóstrofe, el interlocutor?
¿sería yo el tú? ¿tal vez sería
el paciente oidor,
que casi todo al fin digeriría
impasible al sabor,
serenamente oyente sin dolor,
sin odio ni alegría:
honesta cortesía
por interés sincero, o por favor...?)



¿Me decías ayer...?

Ya no sé qué decías.
Ya no sé si fue ayer.
Ya no sé si existías.

No hace falta saber.


                                * * *


Es un manso rumor la tarde, sin urgencia.
Quietud de un buen silencio
que traza el aire y gana la distancia,
ya sin reminiscencia,
ni esencia ni existencia,
ni olvido ni fragancia;
mudo, lo expando, avivo y quintaesencio,
celebro y reverencio,
en presencia de todo y sin ausencia,
ya sin tiempo, ni voz, ni circunstancia.






viernes, 28 de agosto de 2015

Celebración del río


La copla cruzó la noche
bajo un silencio de luna
y en el río se dormía,
meciendo el agua profunda,
un viento que hinca los sauces
y silba una endecha muda.

Hay un coro de perfumes
de jazmines y de frutas
que, bajo estrellas candelas,
cantan, crecen y maduran;
se oye murmurar a un tala
y un ceibo, que es sangre pura,
sueña la luz de septiembre
que, aunque no llegó, ya alumbra.

Hay un niña morena
de tibia piel aceituna,
de mirada de coyuyos
brillantes como la espuma,
que se ilumina de río
en la flor de su cintura
cuando tersamente baila
su dicha en la orilla oscura,
descalza sobre la hierba,
suave su pie como pluma
de un ave feliz, que trina,
por amor, un aleluya.

Sobre la espalda del agua,
rítmicamente tozuda,
va la pala del botero
abriéndole una hendidura
tierna, como una caricia
sobre otra piel, fresca y bruna,
toda de blanco vestida,
suave como una llanura
que lo espera, danza y ríe,
celeste de cielo y suya.

Lo ve llegar sobre el río,
llega como su fortuna,
todo de noche enjaezado,
todo en silencio y bravura.

Lo ve riendo su hombría
y a ella le ríe su blusa,
mientras se acerca su bien
montando el agua lobuna.

Celebra el río y la noche,
el tala, el ceibo, los pumas,
y es una danza silvestre
de todas las creaturas
que por el monte despiertas,
mientras esperan, deambulan.

Celebra la niña el agua
que la voz que viene surca
y ya ve que va llegando
junto a la voz, la figura.

Ya llega el botero amando,
ya ríe su flor más pura;
y hay un abrazo de fuego
bajo un silencio de luna.




jueves, 27 de agosto de 2015

Décimas de la garza


Mirando pacer la luna
por el campo de su cielo,
levanta liviana el vuelo
la garza de la laguna.
Tan blanca como ninguna,
deja una sombra brillante
cuando, en el aire, elegante,
pasa sobre el agua quieta,
como una clara goleta
que surca ese mar volante.


Y va su estampa galante,

mientras enciendo en la orilla
con la llama de una astilla
una madera fragante.
Pronto, la tarde sangrante
se guarece en el poniente;
y de la figura ausente
de la garza que veía,
queda nomás la alegría,
como un aroma luciente.



viernes, 21 de agosto de 2015

La terrible semilla del baobab


Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer día, del drama de los baobabs.

Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el principito me preguntó:

—¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?

—Sí, es cierto.

—¡Ah, qué contento estoy!

No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se comieran los arbustos. Pero el principito añadió:

—Entonces se comen también los Baobabs.

Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un solo baobab.

Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.

—Habría que poner los elefantes unos sobre otros…

Y luego añadió juiciosamente:

—Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.

—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?

Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este problema.

En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.

"Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy fácil".

Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos…"

Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.



Antoine de Saint-Exupéry, El principito, V


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Chaque jour j'apprenais quelque chose sur la planète, sur le départ, sur le voyage. Ça venait tout doucement, au hasard des réflexions. C'est ainsi que, le troisième jour, je connus le drame des baobabs.

Cette fois-ci encore ce fut grâce au mouton, car brusquement le petit prince m'interrogea, comme pris d'un doute grave :

- C'est bien vrai, n'est-ce pas, que les moutons mangent les arbustes?

- Oui. C'est vrai.

- Ah! Je suis content.

Je ne compris pas pourquoi il était si important que les moutons mangeassent les arbustes. Mais le petit prince ajouta :

- Par conséquent ils mangent aussi les baobabs?

Je fis remarquer au petit prince que les baobabs ne sont pas des arbustes, mais des arbres grands comme des églises et que, si même il emportait avec lui tout un troupeau d'éléphants, ce troupeau ne viendrait pas à bout d'un seul baobab.

L'idée du troupeau d'éléphants fit rire le petit prince

- Il faudrait les mettre les uns sur les autres...
Mais il remarqua avec sagesse :

- Les baobabs, avant de grandir, ça commence par être petit.

- C'est exact! Mais pourquoi veux-tu que tes moutons mangent les petits baobabs?



Il me répondit: "Ben! Voyons!" Comme s'il s'agissait là d'une évidence. Et il me fallut un grand effort d'intelligence pour comprendre à moi seul ce problème.

Et en effet, sur la planète du petit prince, il y avait comme sur toutes les planètes, de bonnes herbes et de mauvaises herbes. Par conséquent de bonnes graines de bonnes herbes et de mauvaises graines de mauvaises herbes. Mais les graines sont invisibles. Elles dorment dans le secret de la terre jusqu'à ce qu'il prenne fantaisie à l'une d'elles de se réveiller... Alors elle s'étire, et pousse d'abord timidement vers le soleil une ravissante petite brindille inoffensive. S'il s'agit d'une brindille de radis ou de rosier, on peut la laisser pousser comme elle veut. Mais s'il s'agit d'une mauvaise plante, il faut arracher la plante aussitôt, dès qu'on a su la reconnaître. Or il y avait des graines terribles sur la planète du petit prince... c'étaient les graines de baobabs. Le sol de la planète en était infesté. Or un baobab, si l'on s'y prend trop tard, on ne peut jamais plus s'en débarrasser. Il encombre toute la planète. Il la perfore de ses racines. Et si la planète est trop petite, et si les baobabs sont trop nombreux, ils la font éclater.

"C'est une question de discipline, me disait plus tard le petit prince. Quand on a terminé sa toilette du matin, il faut faire soigneusement la toilette de la planète. Il faut s'astreindre régulièrement à arracher les baobabs dès qu'on les distingue d'avec les rosiers auxquels ils ressemblent beaucoup quand ils sont très jeunes. C'est un travail très ennuyeux, mais très facile."

Et un jour il me conseilla de m'appliquer à réussir un beau dessin, pour bien faire entrer ça dans la tête des enfants de chez moi. "S'ils voyagent un jour, me disait-il, ça pourra leur servir. Il est quelquefois sans inconvénient de remettre à plus tard son travail. Mais, s'il s'agit des baobabs, c'est toujours une catastrophe. J'ai connu une planète, habitée par un paresseux. Il avait négligé trois arbustes..."

Et, sur les indications du petit prince, j'ai dessiné cette planète-là. Je n'aime guère prendre le ton d'un moraliste. Mais le danger des baobabs est si peu connu, et les risques courus par celui qui s'égarerait dans un astéroïde sont si considérables, que, pour une fois, je fais exception à ma réserve. Je dis: "Enfants! Faites attention aux baobabs!" C'est pour avertir mes amis d'un danger qu'ils frôlaient depuis longtemps, comme moi-même, sans le connaître, que j'ai tant travaillé ce dessin-là. La leçon que je donnais en valait la peine. Vous vous demanderez peut-être : Pourquoi n'y a-t-il pas, dans ce livre, d'autres dessins aussi grandioses que le dessin des baobabs? La réponse est bien simple : J'ai essayé mais je n'ai pas pu réussir. Quand j'ai dessiné les baobabs j'ai été animé par le sentiment de l'urgence.



miércoles, 19 de agosto de 2015

Hoy


Anduve por las calles de otros pasos,
peregrino y anónimo, extranjero
de otro tiempo, otra tierra, otros amores,
intruso en los rescoldos de otra historia.
En las horas de viento de este día,
fue ajeno el cielo, el sol; su luz fue ajena;
hasta el invierno, un nombre en lengua extraña,
esparcido a distancias de milenios,
fue oculto y silencioso como el frío.

Abrigado de instantes, diminuto,

anduve tras las huellas de otras huellas.
Fui con una alegría imperceptible,
hebra por hebra pura, quieta, alada,
dueña del aire, tibia como un ángel.





martes, 18 de agosto de 2015

Dos veces


Sé de cierto que no leerá estas líneas: apenas si conversa.

Tiene esa suerte, es libre de un modo difícil de encontrar. Anda la vida rengueando un poco, maltrecho el cuerpo. Contrahecho el cuerpo, diré. Porque eso es. Y vive en algún lugar al que nunca llegamos del todo los mortales comunes.

Y así tiene una soledad envidiable. Será eso la sonrisa casi perpetua y tímida, los ojos perdidos un poco, a la vez, el gesto a veces hosco.

Hace años lo conozco. Vive a pocos pasos de la casa, en la esquina. Solo, con alguien que lo cuida, una mujer provinciana, de unos 70 años, que está desde siempre y sigue allí, desde que la madre murió hace unos 6 ó 7 años ya.

Nunca me dijo su verdadera edad. Se confunde, creo que no la sabe del todo. Pero si me preguntan, diría que anda por los 50.

Supe por él que fue mecánico. O que trabajó en un taller, en todo caso. Entiende de mecánica. Más de una vez se vino como abeja a la flor viéndome meterle mano a una vieja rural que tuve, trajinando para hacerla andar. Y cuando apareció un modelo más nuevo (no tanto, amigo, no tanto...), al menos más entero y pulcro, volvió como abeja a la flor, pero ahora a gozar con el ruidito del motor impecable.

Lo veo pasar sólo por dos motivos: o va a misa (una parroquia a la vuelta) o sale a acompañar a su ama y a cargar la compra. Y nada más. Después, en la puerta de su casa o en la esquina, manos a la espalda, encorvado. Libre, ido, pero atento.

Cuando va a misa, los domingos, pasa dos veces. La misa de las 9 de la mañana y la de las 5 y media de la tarde. Siempre, cada vez. Lo he visto comulgar. Y sé que comulga en las dos misas. Es el primero, siempre; e inmediatamente sale y se queda en el atrio hasta la bendición. Y se va.

*   *   *

Lo veo este domingo a la tarde; pasa frente a la casa, volviendo de la iglesia, seguramente, qué si no.

- Cholo, amigo, ¿qué cuenta?

- Bien, don, bien..., me dice farfullando. Está lindo el día..., ya no llueve, ya no llueve..., porque así son sus frases: disparadas solas, viniendo de algún soliloquio, girando en 90 grados.

- ¿Vio, Cholo? Y parecía que no iba a parar... ¿Qué anda haciendo? ¿Viene de misa?

- Sí, don..., de misa vengo...

- Fue a la mañana, ¿no? Lo vi pasar...

- ..., no dice nada y dice sin decir, y sonríe entre pícaro y tímido, como un chico descubierto en una travesura. Porque es un chico, ciertamente.

- Así que va dos veces... Claro, por los que no van, ¿no?, digo y me siento descomedido, imprudente. Algo estúpido.


Pero sonríe y me mira. Como si hubiera descubierto una puerta invisible en el fondo de un ropero. Sonríe y sigue mirándome. Y entonces vuelve a perdersele la mirada, aunque siga mirándome.

- Je, je..., por los que no van..., por los que no van... Es mi cumpleaños..., gira en 90 grados.


- Ah..., pero..., ¿usted no cumple en septiembre, como yo?, le digo porque recuerdo que ya me lo ha dicho varias veces. Y agradezco el giro abrupto.

- Sí, es mi cumpleaños..., en septiembre, me mira confundido. Lo saqué de su hilo y parecería que me lo reprochara.

Se queda mirándome, como un extraño, no me ve.

- El 26, cumplo..., en septiembre, retoma su soliloquio, absorto.

- ¿Un asadito tenemos, entonces?

- Vamos a ver..., un asadito..., vamos a ver..., con más confianza aunque todavía no pisa firme en el asunto. Pero ya empieza a caminar, las manos a la espalda, encorvado, cabeza gacha, ladeada.


Y sigue viaje.


Cholo. El Cholo.


Dos veces a misa.

Por los que no van.


Y quién sabe por cuántas otras cosas.





jueves, 13 de agosto de 2015

Décima de agua


Llovizna que el cielo deja
sobre el lomo de este suelo,
llovizna fina del cielo
que al cielo en el suelo espeja.
Por una nube azuleja
que llora su lluvia triste,
sobre todo lo que existe
vaga húmedo un rumor
que gime en tono menor
y que de gris todo viste.




lunes, 10 de agosto de 2015

¡Voto al chápiro verde!



Estábamos en el bar de la vieja facultad de Letras, en la calle Córdoba.

Era apenas un mostrador de mala fórmica gris, con un marco de botellas vacías de adorno en estantes de vidrio y, bajo unas campanas dudosamente traslúcidas, algunos alfajores y medialunas no sé si del día cada día. Estaba prohibida la repartija de alcohol en esa casa, de allí las botellas vacías, y corría la voz piadosona de que el motivo era la catolicidad de aquellos claustros. Miñangas y pamplinas. Por ejemplo: en la gran mayoría de las cátedras de teología, jamás se advertía rastro alguno de la catolicidad de aquellos claustros, así que supongo que el motivo de la ley seca tiene que haber sido otro y no ése.

Él se paraba en una punta del formicado, siempre discreta e impecablemente vestido. Siempre con un Particulares 30 en la mano. Eran tiempos en los que los espacios cerrados eran compatibles con el humo del cigarrillo. Buenos tiempos, diría. Eran los '70.

Un recreo podía ser la ocasión, aunque no necesariamente, porque si la clase era aburrida él tenía mejores cosas que hacer que oír a una pomposa paspada borracha de palabras que ella ni entendía ni hacía entender.

Miguelito atendía el bar con displicencia. Muy tímido, parecía hosco y bravío. Pero no lo era.

Don José, de él se trataba y hay que usar el don cuando de él se trata, con un gesto imperceptible le pedía a Miguelito una ginebra. Bols, porque otra no tomaba. Y Miguelito le daba un vasito cónico y rayado, sin melindres ni aspavientos, con su medida canónica del fermento. No era una, de habitual.

Era un señor, Don José. Muy señor. Y tenía dichos y decires que a mis 17 eran casi el sonido mismo de los libros. De hablar poco y florido, armonioso, jovial y humilde, hispanizaba con donaire, casi en broma. Porque un caballero tiene que tener sentido del ridículo.

¡Voto al chápiro verde!, risueñamente dicho, era uno de aquellos dichos. Una casi interjección, un desafío, una puteada extravagante, una pulla al que dijera una pavada flagrante. Tantos usos tenía. Se lo oí decenas de veces y siempre con un aire de justa, que parecía que montaba su adarga sobre el brazo, allí nomás, y cargaba lanza de torneo en ristre contra quien fuere. Nones, era hombre severo y firme, pero pacífico.

Alguna vez conté en alguna parte que fue él mismo quien, en un gesto magnífico y alelante para un mochuelo como un servidor de entonces, me convidó por aquelos días una copita de su ginebra Bols, la primera que bebí en mis años. Fue simple y categórico. Un otro gesto imperceptible de su parte y Miguelito habilitó, como un vasallo obedece a su señor. Así, con sólo eso, sentí que estaba haciéndome pasar de la categoría de alumno raso a la de brigante transgresor y adulto, a la vez y todo por el mismo precio.

Don José tenía para las Letras algo más que talento o estudios con que las entendiera: tenía connaturalidad con la belleza y lo noble.

*   *   *

Ayer, ya la lluvia se había vuelto molesta y aburrida.

Llover, lo que se dice llover, es -tiene que ser- como quien dice cum mica salis. Cualquier otra variedad de lluvia se vuelve diluvio, que será purificador, pero no deja de ser castigo, por lo mismo.

La escuelita primaria está cerca de casa, pero hubo que ir en automóvil a falta de canoa. Es un establecimiento estatal de la provincia. En su predio tiene contiguo un instituto de profesorado que bautizaron Leopoldo Marechal. Pero con eso y todo, no alcanza, vea.

Apiñados como refugiados, cientos de parroquianos con caras sufridas de esclavos en las minas de carbón, empapados y ateridos, formaban filas cívicas ante unas mesas que deglutían sus ofrendas de papel pintado como si fueran impuestos o vírgenes inmoladas a alguna deidad siniestra.

Una hora se pasa uno allí -esclavo también de la perversidad de los inventores de la liturgia- y tiene ocasión de aburrirse mientras mira, tanto como de mirar mientras se aburre.

El asunto es que, en las paredes primarias, detrás de las mesas sacrificiales montadas en torno al patio cubierto, había unas cuantas láminas expuestas. La otra vida de aquellas paredes. Trabajos de niños. Clases especiales. Homenajes. Efemérides. Cosas así, cosas de lunes a viernes.

Quiso la fortuna que, ante mí, lucieran insolentes dos enormes pancartas amarillas, de un amarillo que solamente las cartulinas para trabajos prácticos pueden exhibir con desparpajo.

En una, Rodolfo Walsh vigilaba. En la otra, Julio Cortázar sonreía. Los niños habían tenido que exhumar sus rostros y biografías y poner todo en negro sobre amarillo, quién puede decir con cuál propósito. Imaginé la cara de la maestra (¿de sexto? ¿séptimo?, espero que no menos...); y, peor, imaginé las currículas de las materias que tuvo que haber cursado, tal vez al ladito, nomás: en el Marechal... Imaginé su fraseo tratando de explicar por qué había que ocuparse de ellos, imaginé las caras de los chicos. Sus cabezas, sus corazones.

Imaginé el mundo que imaginaban maestras y alumnos.Y que terminarían amando, pero seguro sirviendo.

Había que hacer poco esfuerzo para darse cuenta de que lo que había en las paredes era padre e hijo a la vez de lo que pasaba en ese momento en esos claustros que albergan todos los días menos hoy caras (más) infantiles. Esos niños, esas maestras, esas currículas, eran -son- parientes consaguíneos de las urnas y, más preciso aún, de lo que las urnas estaban digiriendo lentamente esa tarde de domingo; y de lo que habrían de vomitar más tarde o más temprano.

De esas aulas viene lo que las urnas van a parir. De esas urnas viene lo que esas aulas van a parir.

Era un buen lugar y un buen momento para verlo, era una tarde muy a propósito, una ocasión inmejorable. Lluvia de castigo incluso.

No: todo esto no lo lavará la lluvia, pensé.

*   *   *

Fue oscureciendo. Por primera vez estaba en una situación así. Nunca había visto el final de un comicio. Todavía eran muchos los esclavos pendientes cuando dieron las 6 de la tarde. Y entonces alguien tocó un timbre.

Era el final, aunque, más allá de las seis, el animal seguiría deglutiendo ofrendas cívicas hasta que no quedara esclavo alguno por oblar.

De pronto, inmediato al timbre escolar, brotó un aplauso.

No pude ver quiénes aplaudían, pero eran varios.

Menos pude advertir por qué aplaudían. Era un aplauso como para el asador, un aplauso de pasajeros asustados que tocan tierra después de la pesadilla turbulenta de un vuelo movido. Aplauso medio estólido como el del final de un casamiento.

*   *   *

¡Voto al chápiro verde!, me dije. Y creo que lo dije (aunque nadie entendió..., si habrán creído que era un voto cantado...) y me acordé de Don José.

Y en medio de ese barrial hórrido, venteando entre las caras abotagadas de unos y otros, su recuerdo y su bonhomía, más que la lluvia, fueron de veras purificadores.





miércoles, 5 de agosto de 2015

Amor a ciegas (IV, final)




¿Por qué amor a ciegas?

¿Por qué la ceguera?

Eric Weienmaier es un himalayista ciego que subió al Everest. Andrea Bocelli es un tenor ciego que canta ópera. Luis Braille era ciego e inventó un alfabeto. Joaquín Rodrigo era un compositor ciego, como el maestro Salinas, el de la Oda de Fray Luis, como Händel. Dante fue perdiendo la vista de tanto leer con poca luz, de Homero se dice que no veía, John Milton fue ciego. Y tantos más.

Pero.

Hay dos cegueras que importan aquí y no se trata de aquellas que nombré recién.

Simplifico: entre los paganos de nuestras raíces, está el culto a Eros entre los griegos, el Cupido de los romanos, a quien se lo representa habitualmente como un niño alado y también habitualmente con una venda en los ojos, un carcaj y flechas de oro y plomo para herir con la pasión tanto como con el olvido. En aquellas tradiciones literarias y mitológicas hay varios y no uno solo, aunque hermanos siempre. Son siempre hijos de Afrodita-Venus y sus variedades como Erotes van desde el deseo caprichoso y la búsqueda de placer hasta el emblema del amor correspondido (Eros, Himeros, Photos, Anteros y así...)

Las flechas y el arco, así como la venda en los ojos de Eros-Cupido, han dado mucha tela que cortar desde la antigüedad hasta hoy y bastarían los ejemplos de santa Teresa de Ávila en su Vida para lo primero y de William Shakespeare para lo segundo, para mostrar lo universal de los símbolos y la cualidad concéntrica de sus significados, siempre suscitantes.

Con todo, la expresión el amor es ciego, aunque tópica y reconocible desde hace siglos de siglos, no es de uso fácil, pues habitualmente confunde más que lo que acierta.

Ahora bien.
 
Por otra parte, en el camino a Damasco, se dice en los Hechos de los Apóstoles, Saulo de Tarso fue cegado y sin ver estuvo por tres días hasta que Ananías fue enviado por Dios a imponerle las manos y así fue que de sus ojos cayeron escamas y volvió a ver.

Otra ceguera es ésta, sin duda, pero unida al amor también, porque ella es como el paso de un amor a otro, o de una inquina a un amor, por mejor decir. Y, ¿para qué fue cegado y se le devolvió la vista?: "Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre", le dijo una Voz a Ananías cuando le explicó el gesto.

*   *   *

Dice C. S. Lewis con razón que hay más cosas que signos que las signifiquen. Y más cosas que palabras que las nombren. De allí que un signo pueda significarnos varias cosas distintas y aun opuestas, como una misma palabra puede nombrar realidades distintas y aun opuestas. Además está el hecho de que podemos usar las palabras irónicamente, para significar intencionalmente lo opuesto. Además está el hecho de que las palabras van cargándose de significados que, queriendo el hombre o sin querer, nombran cosas con nombres a veces hasta directamente falsos; esto es, nombres que no designan aquello que supuestamente nombran.

Amor no es una excepción.

Es fácil entender que hay pasión en el que ama. Pero eso no significa que todo quien se apasiona, ame.

Basta llamar a una cosa por la otra, en el mejor de los casos porque una nos recuerda a otra, para que tengamos un problema. El mismo Lewis ha dedicado todo un libro agudo y perspicaz a cuatro amores distintos.

El amor es ciego, se dice. Pero esa ceguera del amor no es un problema del amor. Porque no hay ceguera alguna en el amor. Si es amor exactamente aquello de lo que estamos hablando.

Una de las razones para amar es, precisamente, ver lo que otros no necesariamente ven: lo amable en el otro.

Nadie ama lo que no conoce. Y que nadie ame lo que no conoce es exactamente lo opuesto contradictorio a que el amor sea ciego.

Que llamemos amor a algo que no lo es realmente es lo que provoca la confusión. Y la ceguera en cuestión. Y es casi una garantía de amor la no ceguera, como la ceguera es una garantía de que ese tal amor tiene un problema genético.

Nadie me conoce como aquella persona que me ama. A nadie conozco mejor que aquella persona a quien amo.

Parece que en este punto aparece de algún modo la ceguera: me conoce, y, a pesar de eso, me ama...

Pero si de alguien podría decirse eso de modo absoluto, total y originario, es, precisamente, de Dios mismo: me conoce, y, a pesar de eso, me ama. ¿Entonces Dios es ciego? ¿Uno más de aquellos que al amar se enceguecen?

Es posible que un amante humano tenga entreveradas la pasión, la dependencia afectiva, la costumbre y quién sabe cuántas otras hebras con el amor, siquiera el vaho de algún tipo de amor, y que pase por alto lo agrio porque perder aquello que necesita le es insoportable. Puede ser. Y muchas veces es. De hecho, san Agustín mismo lo afirma en el breve pasaje que citamos.

Pero, ¿es de ese modo Dios un amante rengo, inválido y necesitado de su dosis del amado de modo que ni vea si es amable aquello que necesita? No parece.

Parece que en Él lo que conoce del amado es lo que mueve el amor, en todo caso. Algo amable que Él ama; no algo desagradable que se traga sin darse cuenta, sin que le importe demasiado con tal de no perder al amado.

Y si eso es posible en el Amante epónimo y primero, es a su modo posible en aquellos que aman porque Él ama.

Más grave es todavía la cuestión en Él, que ama desde la eternidad y aún antes de que el concreto amado exista siquiera: "Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor", según dice el propio san Pablo en la carta a los de Éfeso.

*   *   *

Y en estos amores, ¿cuál es la ceguera de san Agustín?, ¿cuál la de Borges?

Tal vez es la correspondiente a sus amores.

Una ceguera anterior en Agustín, cuando creía que amaba, hasta que el amor lo encegueció. Y entonces vio el Amor. Y entendió no qué era sino Quién era.

Una ceguera posterior en Borges, cuando creyó que ya no era amado y amaba como a ciegas incluso el no ser amado. Porque no vio el Amor. Y no entendió no Quién era sino qué era.

Saulo fue enceguecido en su furia. Y en esa ceguera fue amado y por eso tornó a amor lo que era inquina contra el mismo objeto que después tanto amó. Y es simbólicamente poderoso el hecho de que fuera enceguecido para despertar después a la visión de lo que habría de padecer por el Nombre del Amado.

San Agustín fue enceguecido de manera similar, diría. E iluminado por aquella misma ceguera que lo había enceguecido. Pero amaba. Torcidamente. Pero amaba. Y no se olvidó de eso, aun contemplando sus pasiones tuertas, y fue así que reverenció, en aquella mujer que había sido su pecado, la gracia que amando la había hecho resplandecer finalmente a sus ojos, ahora cuando sus ojos ya no estaban ciegos, cuando rememoró su vida en sus Confesiones y descubrió también en los abnegados gestos amorosos de ella, trazas de una Belleza que él tanto buscaba poder amar.

Borges, aunque es más difícil decirlo, se encegueció después de amar. Y viéndose amar y haber amado, y aun viendo haber sido amado. Y parece más bien haber pedido la ceguera de ya no ver ni siquiera el mismo amor.

Pero no es tan sencillo. En las palabras pueden pasar cosas que no necesariamente ocurren tal como las enunciamos y decimos. Y es posible, al menos posible, que aun aquellos a quienes el desamor los haya desolado de tal suerte, anhelen el abrazo y el consuelo del Amante, sabiéndolo o sin saberlo.

Por aquello mismo que el propio san Agustín decía al principio mismo de sus Confesiones: "...quia fecisti nos ad Te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te."

Porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.






sábado, 1 de agosto de 2015

Amor a ciegas (III)




Son estadios distintos.

Un hombre en el estadio estético no es lo mismo que uno en el estadio religioso, siquiera en el ético.

Borges parece tener las características típicas del estadio estético, ya lo he dicho en varias ocasiones y en alguna de ellas, hablando de literatura argentina, lo he puesto como emblema de ese estamento, así como sostuve que Marechal es el emblema del estadio ético y Castellani del religioso, en una trilogía que pretendía representar algo del alma nacional en estas cuestiones.

Dejemos la referencia personal y vayamos a lo que importa.

Es seguro que san Agustín transitaba el primero de los tres estadios cuando se separó de la madre de su hijo Adeodato. Y es seguro que se sumergió mucho más en él apenas después. Creo que dice bien Castellani al sostener que de allí pasó, por la ruptura típica de la dinámica de los estadios, según Kierkegaard, al estadio superior y que en su caso el superior fue directamente el religioso, subsumiendo al ético en éste.

El propio Castellani trató el asunto en De Kierkegaard a Tomás de Aquino y vale la pena recordar que una nota característica del estadio estético es el desapego respecto de las cosas finitas sin asirse por ello a las infinitas: “Tú has ido dejando todo lo finito, pero no has ido a lo infinito.” (Cartas del Consejero Wilhelm)

Lo mismo dicho de otro modo en versos de Lord Byron:
Por todas partes, implacable y frío
fue detrás de mis pasos el hastío.

Pero.

Tenemos aquí algo que bien puede ser visto en paralelo, me parece, y se refiere a una experiencia similar en hombres con caminos distintos.

Por lo pronto están estos dos sonetos atípicos de Borges. Y digo atípicos porque, precisamente, a mi entender, lo muestran como nunca al borde de una desesperación hija en este caso del desengaño y el desamor. Esa condición desesperada es la puerta para saltar del estadio estético al ético, así como la angustia lo es para saltar del ético al religioso.

No hace falta conocer, en este caso, la historia. Creo que a un buen entendedor, el lenguaje lírico de este desengaño, el retrato espiritual y emocional del que ha desesperado al borde de un abismo, le resulta patente.

Sería justo encomiar algunos versos de estos dos sonetos. No sólo por su logro artístico, sino por la justeza con la que acierta a definir ciertos estados del alma en esas circunstancias, y no como definiciones, que eso le quitaría fuerza espiritual, sino por lo contrario: existencialmente vibrantes. Eso tienen estos dos sonetos de atípicos también: Borges desnuda algo de su corazón dolido, siquiera por un momento, y no lo esconde (no del todo, claro...) detrás de ecuaciones bullentes de frialdad en alambiques metafísicos, como suele.

Es verdad que hay un llanto más genuino en el primero que en el segundo, como es verdad que hay una retracción espiritual creciente de uno a otro: como si Borges se hubiera asomado a la puerta del abismo que, saltado, podría haberlo arrojado a un estadio diferente. Y hubiera preferido no hacerlo, hubiera decidido quedarse estético. O no hubiera podido decidir, no sé cuál de la dos cosas es más trágica.
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.

...Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.

Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.

...pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Son versos potentes, a mi juicio, que cantan con una rara elegancia, no distante, sino desencantada, la tristeza del desamor. Tal vez el aguijón de ese estado, que contiene una confesión dicha venciendo el pudor a exteriorizar una debilidad, esté, como corresponde, al final, cuando al contemplar su estado de intemperie y desolación, reconoce el dolor que el recuerdo de la felicidad perdida puede hacer resonar como un eco punzante en el corazón irremediablemente herido:
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.

El segundo soneto es otra cosa.
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Borges se ha retraído, entiendo yo. Ha llegado a la puerta que lo hubiera sacado de sí (nota esencial del estadio estético en el que mora como en una inmensidad tan desafiante como vacía) y ha dado vuelta sus pasos. Ha cerrado esa puerta a la que lo llevó un amor deshecho, un desengaño, y se ha vuelto a su mundo en el que el desapego es un gesto y donde los caminos se entrecruzan en arabescos de sentidos que se anulan unos a otros.

Una negación siquiera del dolor del desamor que llegue a hacer hasta de la misma muerte una nada que sume en la nada todo lo que es, es una actitud donjuanesca, diría Kierkeggard, refiriéndose a un personaje emblemático del estadio estético.

Nadie pensaría en Borges como en un Don Juan. Pero eso es sólo porque se entiende habitualmente que lo de Don Juan son unos asuntos de cama y de faldas. Más que la moral sexual, Don Juan disuelve la muerte, la desprecia, y con ella disuelta, deshace la vida.

Y viceversa, también, aspecto menos frecuentado, pero tal vez más importante: disuelta la raíz de la existencia, licuado el ser en puras nociones o palabras, deshecha la densidad y la hondura, la muerte es un abalorio más.

Entonces, así, el final del segundo soneto deshace el vigor emocional que la expresión pudiera haber alcanzado en el final del primero:
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Imágenes sin eco, vanidades, vacíos, la tristeza como un placer refinado y sin raíz, la vida como un libro de estampas sepia y ocre, la melancolía superficial, siempre elegante, y tan elegante como impermeable. Un noli me tangere profano, una inconsistencia vital que, a falta de licores más fuertes, se aplaca en laberintos y ajedreces, sin nostalgia alguna por la magia del mundo que el amor podría haberle mostrado, aun en el desengaño.

El momento en el que el olvido se resistía a la memoria, porque una guitarra podía desgarrarnos el alma y volvernos a la infeliz felicidad pasada, ya pasó.

Al parecer, la puerta fue cerrada.

Y la puerta del alma, ya se sabe, se abre y se cierra desde adentro.