lunes, 21 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /1



Juicio al último invierno



Hay un viento tardío. Y la llovizna es como una caricia falsa.

Hacia el oeste del mundo, en desbandada, el aire se lleva los despojos de unas nubes que, se dice, jamás habrán de volver su sombra sobre este suelo.

Es el ocaso de un invierno agraz, ácido e ínútil como unas uvas que no podrán dar su vino, ni alegría.

El invierno camina su vejez: parece un invierno de años.

Débilmente trastabilla su frío, impotente; lastimosamente añora su única fortuna, el húmedo gris de sus mañanas. Y suplica que el fuego sea su abogado; y la leña, su testigo; y algunas brasas y cenizas, su herencia. 


Pero septiembre es tarde.

Se ha formado un tribunal de olvidos coloridos como fresias y bulliciosos como jazmines.

Lo preside, con mirada recia, una voz en flor que murmura entre el polen y las abejas enamoradas, trina con gozo, canturrea su dictamen.

Se ha tomado su tiempo.

Ecuánime, ha juzgado la tristeza de esos días. La sentencia de luz ya fue dictada, y pronunciada con benevolencia: condenó al invierno al exilio.

Es inapelable.


Ahora, ajeno a todos, nadie podrá hablarle, nadie podrá alimentar sus manos rugosas y ateridas. No estará en la memoria de los hombres.

Mientras, errabunda soledad insulsa de estos días, vaga con este último viento, quién sabe dónde y para qué, sin siquiera una huella amable, sin apenas un recuerdo tibio.

El invierno se ha hecho al fin extranjero de los aromas de esta tierra.