viernes, 25 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /3



Cinzia


Lo mismo cada tarde.

Lino cruza la habitación en penumbras y busca los zapatones gastados, los que usa para andar por el campo. Los deja siempre junto al perchero que hay en el pasillo que da a la sala. Y toma el sombrero de fieltro liviano, el que calza mejor.

En estos días, ya lo sabe, el viento de las montañas baja por las abras y los valles y se esparce violento por las lomas más bajas, y llega a los campos, flotando en el aire hierbas y hojas, tierra suelta y pájaros empecinados.

Pronto el otoño estará en su furia y, apenas después, el invierno hará cada vez más difícil salir al campo.

Lino espera que no caiga una de esas aguas repentinas, lloviznas que calan y desaparecen. Pero se previene. Tal vez un chubasco. Podría mojarse.

Tiene que cruzar dos cercas altas para salir a las lomas abiertas y desde allí ir hacia el camino.

Y se aproxima al sitio que prefiere, sin bajar. Se queda en el promontorio desde el que se ve la curva de Borlini, el puente del arroyo, y hacia el este el monte de arces que no deja ver cómo serpea la traza hasta alcanzar la villa.

Cinzia podría llegar en el servicio de la tarde. Suele ser puntual el carruaje, si la lluvia no anega los caminos, si no se desborda el río cuando los deshielos de primavera, si no se manca alguno de los animales.

Cinzia debería llegar en el servicio de la tarde.

Eso se dice Lino, mientras ahora pelea con una ventolera que lleva dos días en la zona, sin merma.

Y eso es lo mismo que se dice cada tarde, ya hace muchas tardes.