martes, 29 de septiembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /5



Inolvidable


Había guardado en una caja de cigarros holandeses unas cuantas fotos, tres cartas de su hermano, unas estampillas de cuando quería coleccionar sellos, un posavasos de una cervecería de Armagh, un sobre con dos flores secas que no pudo distinguir y más restos de otros tiempos, reliquias.

Debajo de todas las cosas, también había una tarjeta pintada a mano.

La casa, toda cubierta de hiedra y otras enredaderas, bordeada de un camino de piedra que se veteaba de musgos, se iluminó de pronto.

Vio un jardín, dos mujeres ancianas sentadas bajo un olmo, conversando y riendo. Vio unos niños persiguiendo un setter y, en las escalinatas, una niña leyendo un libro con figuras. Vio el estanque, oyó unas aves, sintió el viento suave que venía del monte de arces, que gobernaba un cedro centenario. Había como un chapoteo lejano de patos y el quejido rítmico de un molino.

De pronto, fue la tarde de otoño, lluviosa. Vio los caminos de sirga oscurecidos por el agua y el resplandor de la hierba contra el gris severo del cielo. Olió las maderas, aspiró el aroma del pan tostado, saboreó la manteca casera, la cara casi pegada a los vidrios por los que entraba la tormena y el jardín. El piso de madera crujía, perfumado de cera. La luz era tenue. Y, al momento siguiente, las cortinas volátiles se alzaban como en un giro de danza, dejando al descubierto las ventanas altas y abiertas: ya era primavera y un rumor de palomas y zorzales llenaba todo de luz, acariciaba el mobiliario.


¿Cómo fue posible que hubiera olvidado aquello?