sábado, 12 de septiembre de 2015

Pretérito perfecto




Recordó haber leído que los pececillos de colores tienen tan poca memoria que cada vuelta a la pecera es para ellos una emoción totalmente nueva.

Apenas un par de líneas en El infiltrado (título original, The Night Manager), de John le Carré (el señor David John Moore Cornwell), que publicó Emecé, en 1993. Están en el capítulo 3, en la página página 60.

Es un recuerdo al azar del protagonista, Jonathan Pine, a quién se le agolpan imágenes y reflexiones, bajo la presión de haberse quedado peligrosamente encerrado en una cava, hecha en el corazón de una montaña, propiedad de un lujoso hotel suizo del que es, precisamente, gerente nocturno.

Hace un par de días que me ronda esa nada de líneas, relleno del pensamiento de un hombre angustiado, que el autor desliza sin darle ninguna importancia y sobre lo que, obviamente, no vuelve en adelante.

Una nada de nada, cierto. Pero con algo de miga. Bastante, le diría, cumpa.

*   *   *

¡Qué maravilla de pretérito perfecto!

Perfecto, es decir, completamente pasado y terminado. Una acción concluida y cerrada, ya definitivamente en el pasado. Un estado ido y en el reposo de lo que no continuará, sin dinamismo ya, quieto.

Casi como aquello de que lo hecho, hecho está. Casi, digo.

Pero parece el epítome del pretérito, si me apura. La absoluta finitud de lo preterido. Lo sido, lo hecho, clausurado en el pasado.

Parece imposible, según la humana experiencia.

Pero no parece así -y doy por bueno lo que recordaba Jonathan Pine- para los pececillos de colores.

Claro, me dirá usted: pececillos de colores, claro...

Y, sin embargo, allí los tiene usted: dueños de un acuoso y terso pretérito perfecto.

Porque tan pretérito y tan perfectamente pretérito es su tiempo pasado que, en los hechos, lo pasado no está solamente pisado: no existió.

Cada vuelta a la pecera es para ellos una emoción totalmente nueva.

Usted insiste: una cosa son los hechos y estados, otra el recuerdo de los hechos y estados. Y aun el efecto radical de los hechos y estados preteridos...

Concedo.

Con la condición de que, por lo menos, cuente usted con el kairós, mi cuate.

Y con aquello que nos dice que se recibe al modo del recipiente, además y por lo mismo.

Pero eso no es todo.

Si queremos sacar provecho del asunto, por una vía más o menos lateral pero no tanto, deberíamos recordar que Chesterton diría cosas muy parecidas.

Y allí está, por citar un solo caso, el Inocencio Smith de Manalive para argumentar en favor de lo viejo nuevo, de lo consabido inusitado. Y no estaba pensando en los pececillos de colores. Allí hay toda una vereda para recorrer respecto de la maravilla y el cuento de hadas y la inagotabilidad de lo real, como si, aun conocido todo, visto cada vez pareciera completamente nuevo, aunque no apreciable por nuevo sino por algo nuevo espléndido. En tanto que la excesiva familiaridad engendra menosprecio, no de lo consabido, sino de lo valioso, aunque usual.

Pero tampoco eso es todo.

Me pregunto si los pececillos de colores no tienen algo de razón.

La naturaleza de su memoria, de su corazón animal (si licet...), dice algo significativo.

Porque tal vez sea una expresión recóndita de algo que nos convendría considerar: la conveniencia de cierto modo de inexistencia del pasado. Cierta perfección de lo pretérito, cierta clausura y tanta que llega hasta su desaparición, no sólo su olvido.

No se me espante, pero (y hay que pensarlo), ¿acaso no dice algo así el Salmo 50?


*   *   *


En fin, quién sabe.

Habrá que seguir pensando.

Pero le advierto que, en principio y visto así, estoy del lado de los pececillos de colores.