lunes, 19 de octubre de 2015

El corazón de los ojos


Llega una luz que hiere
los ojos y los vidrios empañados.

Y llega la mañana. Es otro día más.

Este pincel dormido,
todavía dormido,
sobre la tela en blanco, majestuosa,
sueña líneas de luz, colores nuevos,
cielos con nombres mudos, soledades.

Es otro día.

Y cimbra la mañana en los reflejos
de aquella jarra en ocre,
en la textura opaca del taburete viejo,
en un espejo ajado,
en el brillo vetusto del paño damasquino,
en el azul transido de este cielo de pampa.

Es otro día. Otro.

Reviven los contornos de las cosas
cuando apenas estalla en la ventana
el sol y ruge el fuego lleno de este día.

Es otro día más. Ya no es la noche.

Ya no es la noche en esta silla oscura,
en las columnas dóricas de yeso,
ni en aquellos retratos,
esculturas de luz que esperan la mirada,
ni en el vaso de vino,
ni en la guitarra sola.

Ya no es la noche más. Es otro día.

Los ojos, ay los ojos, recorrieron
toda esa noche leve que patina las cosas,
que agrisó bermellones y que aplaca los verdes,
y envuelve todo en nieblas.

Hay esos claroscuros de dolor y lamentos
y risas, como risas de los niños que juegan,
ahora que recuerdos, que punzan agridulces,
están en el pastel, en la acuarela,
y en las tintas que van como jirones,
o en el óleo que todo lo recuerda,
y que todo lo calla,
menos la luz, la línea y los colores.

La noche ya no es más. Ella ha parido
cien ángeles de luz, susurros grises,
bocetos que se vuelven memorias de otros cantos,
evanescencias claras,
y una música quieta.

Otro día que llega. Es otro día. Un día más.

La tela blanca es púdica. Y celebra
la mano que la busca,
la mano que acaricia mientras llora,
mientras sonríe sueños
que crecen como escorzos luminosos,
y dibuja las penas,
con dedos como lágrimas,
en las vagas siluetas coloridas.

La tela es reservada, confidente:
sólo dice a quien oye,
sólo muestra al que sabe.

Sólo la ve quien ve.

Y el corazón, ay el corazón,
frente a la tela en blanco
mira la luz de bronce de este día y su fragua,
y el aire que descubre un día más del mundo,
los vidrios empañados del alma
y la ventana.

Y el corazón descansa.

Y el corazón espera.

Verá una luz un día
tejerse con la trama de la tela que espera.

Y espera ver un día la obra de sus manos
terminada y fulgente,
coronada.

Pero será otro día.

Lo sabe el corazón, la mano lo presiente:
no será aquí,
donde estos fuegos tenues
aún arden las cenizas que ya no se consumen.

No ahora, mientras pasan
las horas de estos días con su música de años.

Hoy pasó la mañana.

Pasó el sol y la nube
y el viento entre glicinas;
por los tilos del aire pasa el viento.

Hoy casi ya es mañana.

Por la ventana abierta,
la tarde rumorosa,
la tarde que apacigua trajo el eco
de una calandria tibia
que llama con su canto a una voz compañera.

Los pinceles reposan
sus glorias de guerreros, y sus danzas, sus fintas,
sus seguros tropiezos seductores,
las cerdas fatigadas de luz y de tormentas.

La tarde va a las sombras.

La mano suelta todo,
se va la luz que hiere.

Sólo el ojo trabaja.

Y el corazón. Que espera.


El título es Un día en el taller.

Creí que los había perdido.

Perdido, no olvidado. Pese a que suelo olvidar -y perder- en estas materias. No en este caso.

Son unos versos de un servidor que se sumaron a un homenaje que un círculo literario quiso hacerle a un buen hombre y buen pintor: Alberto Sorzio, maestro pintor (así dice la dedicatoria en la publicación).

Es un buen hombre. Ha sufrido sus cosas. Le gustan los caballos y sabe andarlos.

Algunas veces, en su atelier, algunas tardes de buena conversación de cosas que él sabe, asuntos de la belleza, del arte, unos mates. A veces, la guitarra, que no se le niega, y oírlo cantar cosas de la tierra que creo que ama de veras.


De allí venían estos versos.


Celebro haberlos rescatado.