sábado, 31 de octubre de 2015

El Libro de las Acuarelas /13



El balcón


Artemio sabía muchas cosas. Algunas las decía, otras no.

Muchas tardes caminamos por el pueblo conversando: era un placer esperado para mí que no siempre podía disfrutar. A sus años, su salud no lo acompañaba y su entusiasmo era mucho mayor que sus fuerzas. Pero aprendía mucho de él, hasta de sus silencios sentenciosos.

En las recorridas, cada vez, en alguna esquina, frente a la plaza o a alguna puerta, junto a un árbol o lo que fuera, de pronto Artemio se detenía como absorto y, después de un breve silencio y no importa de qué estuviéramos hablando, contaba alguna historia real, algún suceso, o algún pasaje de un cuento o una novela. A veces eran unos pocos versos y explicaba de dónde venían y por qué se habían compuesto, y así. Siempre la cuestión tenía alguna relación con aquel lugar. Jamás lo interrumpía en esas ocasiones, no hacía falta.

Era a fines de octubre de una primavera muy maltrecha y desacompasada. Artemio había estado bastante mal casi todo el invierno y por primera vez podíamos caminar como solíamos. Ese día, su ánimo era excelente. Hasta que.

Íbamos por la calle larga, casi llegando a los límites del pueblo. Todavía quedaban algunas de las casas bastante señoriales que hubo por ese lado y que ahora se mantenían con dificultad, porque la vida pueblerina se había trasladado hacia el lado sur y el norte había quedado devaluado.

Artemio caminaba lentamente y en silencio. Pensé que estaba fatigado y débil. Pero, más tarde, me di cuenta de que algo en aquella calle le pesaba de algún modo.

Llegamos a la mitad de la cuadra y Artemio se detuvo súbitamente y miró de frente un balcón. Los ojos se le volvieron transparentes y ausentes. Una media sonrisa triste le agrisaba la cara.

- Hace poco, comenzó con una voz pálida y honda, vi una película: Cinema Paradiso. Hay un pasaje allí en el que uno de los protagonistas cuenta un cuento; es el más viejo, que quedó ciego cuando el incendio del cine. Y parece que con el cuento quiere consolar a su amigo bastante más joven, el otro protagonista, que sufre por amores imposibles.

Conocía el asunto y hacía años había visto la película, pero nada dije. Sin dejar de mirar fijamente aquel balcón, Artemio, con su memoria envidiable, comenzó:

- Una vez, cuenta el viejo ciego, un rey dio una gran fiesta y estaban allí las más bellas princesas del reino. Uno de los guardias vio pasar a la hija del rey: era la más bonita de todas... e inmediatamente se enamoró perdidamente de ella. Pero, pensó, cómo un pobre soldado podría compararse con la hija del rey... Un día, logró acercarse a la princesa y le dijo que no podía vivir sin ella. La princesa quedó tan impresionada con lo profundo de los sentimientos del soldado que le dijo: "Si me esperas cien días debajo de mi balcón, seré tuya". El soldado corrió hacia allí y esperó. Un día, dos días, diez, veinte... Cada noche ella miraba por la ventana, pero él no se movía de allí. Vino la lluvia, el viento, la nieve: jamás se movía. Cuenta el viejo ciego que los pájaros le cagaban encima y la abejas se lo comían vivo... Después de noventa días estaba exhausto, pálido y las lágrimas salían a mares de sus ojos pero no se apartó de ese lugar. No tenía fuerzas ni para dormir. La princesa, mientras tanto, seguía mirándolo... Y, en la noche noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue...


Y Artemio no dijo más.

Todavía bastante después de haber terminado lo que podría haber sido un relato habitual, seguía mirando el balcón, todavía con los ojos ausentes, tal vez en otro tiempo, tal viendo otra cosa.


Pero, de eso, Artemio no dijo nada.