sábado, 10 de octubre de 2015

Parral




En los últimos 30 años, ha habido conmigo una sucesión de gajos de un parral que Nicolás, mi abuelo materno, tuvo en vida.

Me los daba mi madre, uno tras otro. Con su don envidiable de hacer crecer lo verde, preparaba de apenas un palito -a veces cortado por accidente o por error- una nueva edición. Y me la daba. La añosa tradición de aquella planta debía sobrevivirnos a ella y a mí y por eso insistíamos.

Uno tras otro, los gajos se me han ido yendo al cielo de las uvas y siempre quedaba su osamenta seca. De esos huesos, mi madre es capaz de sacar una nueva planta, hay que decirlo, pero un servidor no tiene tantos poderes, de modo que allí quedaba la cosa y su destino era el fuego.

Hasta que.

No hace mucho, me pidió que le podara unas enormes y coloridas plantas. Unas de flores encarnadas como una sangre de clavel, las otras de un azul que solamente se ve en el cielo de la montaña.

Y fui. Y lo hice. Era tal el ramaje que se había entreverado con sarmientos de la planta madre. La parra heredera de las manos de Nicolás, la única sobreviviente verde de su talento.

Porque la otra sobreviviente es humana y ya sabe usted de quién hablo. 

Había que hacer atados de ramas para que las huellas de la poda desaparecieran y así lo hice. Hasta que.

Vi que quedaban esas ramas del parral que no hubo más remedio que cortar, claro que bajo la mirada severa de la dueña, que guiaba las acciones como un meticuloso práctico manda en el timón.

Por la época, parecían realmente secas más que dormidas. Como huesos de la mano de un viejo, ramas nervudas, de un color cobrizo extraño y llamativo.

Entonces fue cuando. Separé algunas, las más largas, las que sin poder decirlo con certeza podían hacerse vivas.


Y, llegado a mis dominios, puse en agua los gajos, sarmientos mudos, tiesos. Al tiempo, una mañana fría de mediados de septiembre, los puse en tierra.

Resultaron doce. Once, en principio. Pero pasó que para tutor de uno de los gajos, puse a su lado otro, más grueso, que parecía definitivamente seco e inerte. Y resultó que no: prendieron los dos.

Y los otros diez, pardiez. Doce.

Por primera vez en mi ya larga vida.

Y van avante, viera usted. Y viera cuánto. Y cómo. No sabe con qué silencio miro esos brotes, sin ruido alguno, con gran cuidado, cada mañana, cada atardecer. Y espero.


La madre, viéndome cargar con aquel ramaje, cuando oyó mis planes sentenció, condescendiente: "no te van a salir..."


La adivinación no es su fuerte.

Su talento está en las puntas de sus dedos.