domingo, 29 de noviembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /16



Música de primavera


- ¿Y si llueve?, preguntó el menor, con decepción y ansiedad en la voz.

- Pero no lloverá..., dijo su hermano mayor.

- Pero, ¿y si llueve...?, insistió el menor.

- Entonces no podemos ir...

La mañana era fresca y algo húmeda. Detrás de las sierras, había como aureolas de nubes grisáceas que corrían rápidamente hacia el oeste. No parecía que fueran llovedoras. El menor había estado mirándolas desde temprano.

- Mamita, dice él que lloverá..., atacó el menor.

- ¿Cómo? Pero si no dije..., se defendió su hermano con una sonrisa.

- ¿Lloverá, mamita?, buscó aliados el menor.

- Vayan hasta la quinta y me traen un zapallo mediano, que esté maduro... y cierren la puerta al salir, dijo la madre sin levantar la vista de la batea y sin hacer caso a la reyerta de los hijos.

Al volver, la madre tenía preparados dos hatillos sobre la mesa. En cada uno había medio pan, medio salame ahumado y algo de queso. El del menor tenía también una naranja.

El menor apenas si besó a su madre ya con el hatillo aferrado con el brazo y corrió camino abajo en dirección al pueblo. El hermano mayor, con parsimonia, le dijo a la madre que había visto al gallo en la quinta y que lo había corrido para el lado de los corrales. Y que la puerta había quedado cerrada. Después, también él salió al camino.

Se oían entrecortados los sonidos de la música. El viejo ya había llegado al pueblo y andaría por las calles cerca de la plaza juntando a su público.

Como cada año, en algún momento de abril -como esta vez- pero también en octubre, el viejo cruzaba las sierras y se llegaba al pueblo.

Casi todo el día habría música. Las gentes lucían sus instrumentos cuando el viejo se acomodaba en un rincón de la plaza, junto a la fuente, y tocaban con él. Hasta que cayera el sol, podía haber bailes. Más de una vez, la fiesta duró hasta la noche cerrada.

Pero, bastante antes, los hermanos estarían de vuelta, tarareando melodías, ensayando pasos y cabriolas por el camino, como si fueran bailes.

Mientras remontaban la cuesta, ahora sí, cayó una llovizna muy fina y voladora que no alcanzaba a mojar. Empezaba a oscurecer.

Pero ya no importaba.

Más abajo, en el pueblo, se oían risas adultas y la alegría incansable de la música del viejo.