martes, 3 de noviembre de 2015

Sus manos




Y entonces, se acordó.

La llevaba a su casa y estábamos hablando de plantas.

Al llegar, se acordó.

"Ah, no te vayas, esperá...", dijo con satisfacción.

Bajó del auto y entró a su jardín.

Y al volver me mostró un lirio blanco (obviemos la taxonomía, vi prego..., que esto es un asunto serio...)

Ya lo había plantado hacía un buen tiempo y le prendió. Lo trajo de un viaje al sur pampa, cuando fue al campo de unos amigos, en medio de las sierras.

Varios trajo y los plantó. Para probar.

Para probarse.

Y le prendieron todos. Y éste había florecido en blanco, gloriosamente.

Entonces, me lo regaló. Allí nomás. Parada junto al auto. Abrió la puerta y me lo dejó en el asiento del acompañante.

A mí me emociona siempre que me regalen plantas o árboles retoños. Son lo que son, pero además...

Siempre me pasa que veo en lo que crece un signo de la solidez y la felicidad honda de lo creado, la potencia de lo que no ha sido hecho salir en vano de la nada, la consistencia firme de lo que es.

Y está la belleza, claro.

Y el ser y la belleza juntos, florecidos, son infatigables. Imbatibles. No hay tristeza ni pena ni desazón que pueda con eso.

Pero ella estaba feliz también.

Es la mayor de la niñas de la casa. Y ya tiene la propia desde hace algunos meses.

Desde entonces, se la ve que se ha determinado a ver crecer y a alegrarse cuando lo que empieza a ser crece.

Pero está la tradición (¿la leyenda?) familiar.

Las manos verdes. Los dedos verdes. Hacer crecer.

Con una alegría sin estridencias, socia voluntaria en el orden de este mundo bajo la luna, la niña -sin mirarme- dejó la planta de regalo y mientras cerraba la puerta, murmuró: "esto es para que veas que heredé los dedos verdes..."