viernes, 11 de marzo de 2016

Inmensidades amargas


-¿Por qué no te gusta el mar?

El viento separaba las sílabas, no dejaba que se oyeran continuas ni melodiosas. Las escondía en el rugido y las volvía un murmullo y un estallido. Enfrente, el agua tomaba carrera hacia la rompiente y después, al retirarse, se esparcía en tintineos como un vidrio astillado que cae súbitamente.

Mirar el mar es fascinante. En aquellas soledades de gentes más fascinante todavía.

Me quedé mirando la meseta acantilada, allá arriba. Las paredes modeladas que sufridamente guerrean la violencia del aire y la sal.

Me quedé mirando el mar y esos contornos de soledad intensa. El cielo parecía ajeno, lejano, cuando estaba lúcido y despejado. Nomás se cubría densamente y el paisaje se angostaba y el corazón tenía que ponerse a tono abruptamente: pasar de la inquietud de la inmensidad ingobernable a la inquietud de la amenaza impredecible.

La razón estaba allí, ante los ojos entornados que apenas hay que abrir si uno quiere ver y que el viento frío de todas formas vapulea.

Nadie alrededor por enormidades de distancias. Ni allí, sobre las aguas pendencieras, ni sobre la estepa castigada por el viento.

El mar es una especie de soledad por antonomasia.

Pero es una especie de soledad amarga, como la sal.

-No es porque sí: gobernar es una palabra que sale del mar. Viene del hombre en el mar.

La respuesta -que le llegó después de bastante tiempo, mientras miraba el mar hipnótico- se mecía en el aire frío y cabeceaba como una nave en una tormenta.