martes, 15 de marzo de 2016

Nada es silencio


Todo silencio es agridulce.

Y es una frontera infranqueable para nosotros, aquí bajo la luna, en este valle. Y no sólo aquí bajo la luna y en este valle.

Tal vez llamemos silencio a una simple interrupción del sonido. Pero eso no es silencio.

Nunca estamos plenamente en su territorio. Nunca somos silencio ni somos en el silencio.

El silencio -eso que llamamos silencio- nos es siempre un signo. Porque de esa harina viene nuestro pan: somos signo.

En el silencio viven nuestras entrañas, el corazón. Y aun así, suena y resuena adentro una voz insonora que nos habla. Siempre.

Como somos de esa harina, el signo, ni siquiera el silencio calla. Porque significa. Siempre.

No hay modo en el que podamos con el silencio total. Porque no existe.

Sólo la voz, si acaso, puede callar. Somos, en parte, dueños del aire quieto. Del que no se agita articulado. No más.

Fuera de la voz quieta y callada, signo de otras palabras no dichas que siempre resuenan aunque mudas, el silencio total y absoluto no existe.

Por eso mismo es agridulce.

Porque, siendo el ser de signos que somos, ni siquiera la más honda oquedad y vacío del alma es del silencio. Ni siquiera en la más sola soledad, en el más recóndito vacío, hay silencio total. Y en ocasiones es allí donde menos.

Y así, no habiendo sonidos, quieta la voz y cualquier música, igual oímos sin oír.


Y hasta oímos el no oír.


¿Será que la nada es el único nombre del silencio verdadero y total?

Será.


Porque donde hay ser, no hay silencio.