sábado, 9 de abril de 2016

Otro día


El invierno fue muy frío aquel año. Y más frío que de costumbre porque prolongaba las imágenes de las  Malvinas, que humeaban en silencio y entre nieblas, después de los estruendos.

La guerra terminó una semana antes del solsticio y se extendió el viento helado de las Islas por todas partes durante bastante más.

Un día, volviendo de la facultad y ateridos por junio, inauguramos lo que llegaría a ser la costumbre de comer dos o tres veces por semana en un localcito mínimo, de apenas tres mesas, en el que unos norteños comandados por una mujer mayor servían locro, tamales y empanadas. Estaba en la avenida Las Heras, frente a la plaza. No lo he vuelto a ver.

Sólo yo pedía una jarra de vino salteño o riojano y le convidaba medio vaso, que a veces ni siquiera terminaba.

Era un refugio en aquellos días. Después nos pareció una no premeditada liturgia de posguerra, un duelo criollo a los caídos, a los dolientes. A nosotros mismos. Durante la primera semana de aquel ritual súbito comíamos casi en silencio, mirándonos con algo de pena, mirando a los demás como inmigrantes.

Los platos eran abundantes y muy bien preparados, caseros, atávicos. Pero, durante un tiempo, los norteños, tan decidores y de habla tan florida y graciosa, también habían enmudecido y se notaba la tristeza hasta en la forma de servirnos las empanadas o alcanzarnos una chalita para acompañar el locro.

Pero, así y todo, con el abrazo del calor cordial del horno, los aromas típicos, los movimientos pausados y en sordina, una hora en aquel amparo era feliz, casi.

Durante unos tres meses cumplimos el precepto. Allí el tiempo se detuvo casi todo el invierno. 

Había frío por todas partes. En la armas vencidas, en las tumbas nobles, en los ojos desolados o airados. En las calles, en el cielo.

Pero no allí, en esa como antesala de no sabíamos qué.