martes, 28 de junio de 2016

Por temor a los judíos (III y final)




El asunto parece materia que se hinca en el corazón religioso de Israel. Y lo es. No hay que olvidarlo ni confundirse. Y así como lo fue entonces, lo es ahora y lo será antes de que Él vuelva.

Allí está el testimonio de san Juan. Testimonio machacón, se diría y no lo es, porque es central. Pero si Juan no lo dijera, si no lo dijera el Testamento Nuevo, lo gritan las propias Escrituras antiguas. Y Jesús, más que ninguno, porque Él es el centro mismo de toda la cuestión y fue a Israel mismo a quien primero le dijo quién era y a qué había venido. Y de dónde.

En tiempos de Jesús, ciertamente, es éste un asunto entre sacerdotes, doctores, escribas, maestros de las escrituras, fariseos, saduceos. Y hasta políticos y revolucionarios. Caudillos y secuaces que tienen en la piel ardida tanto el recuerdo de pasadas y presentes dominaciones humillantes, esclavitudes y deseos de vindicta, como tienen a la vista las promesas del Libro y las promesas enteras que Dios les hiciera desde Abraham hasta sus días. Todos ellos tienen los ejemplos y símbolos de patriarcas, jueces y reyes; y sobre todo de los profetas, precisamente esa piedra de toque que Jesús no deja de citarles una y otra vez y que tanta irritación les causa.

Lo simbólico y lo profético es axial en todo este asunto. Alrededor de ambas cosas, que constituyen las dos caras de un mismo eje que es la realidad misma del Mesías único y verdadero que Él es, Jesús lleva adelante sus días de predicación y, al final, sus días mayores de Pasión, Muerte, Resurrección y Gloria.

Porque desde los tiempos del Edén está figurada la llegada del que habrá de restaurar todo lo que ha sido dañado. Y si uno quisiera ir antes de antes, en la eternidad divina ya estaba el Verbo y hay que volver a san Juan para leer en su Prólogo cuán lejos se extiende la raíz de lo creado y cuánto ha hecho el Creador para restaurar lo que el Otro ha querido destruir y malversar. En cierto modo, el primer profeta es el mismo Padre, si se me permite decirlo así. Y el Hijo, después, especialmente -para nosotros- el Hijo Encarnado. Y todo lo que se ha dicho y revelado recorre el tiempo desde el principio, en que no había tiempo, hasta el fin, en el que ya no habrá.

Pero.

Ya con la llegada de Jesús a este mundo, frente a esa voluntad divina se levanta otra voluntad, como parida en el seno mismo de su pueblo, su viña. Y es el caso que por acción de esa voluntad temen aquellos que esperan a Jesús y aquellos que siguen a Jesús: un hombre tenía una viña en la que había unos viñadores malvados cuando llegó la vendimia, el mismo hombre seguramente que plantó en ella una higuera que por tres años no le dio fruto alguno...

Jesús no teme, ya está dicho. No Él. Sí los suyos, los que están cerca, los que quieren acercarse, y aun los que querrían acercarse y no lo hacen por ese temor.

Y es allí donde aparece con mayor fuerza el símbolo para aquellos que, decenios, siglos y milenios después, perciben -y sufren- renovadamente alguna amenaza que les produce temor. Y un enorme y agrio temor.

¿Es todavía el temor a los judíos? No necesariamente a ellos. No sólo a ellos. ¿Habrá de reeditarse esa misma expresión con el mismo sentido que tiene en los dichos de san Juan, literalmente? Puede ser, bien puede ser. Y en algo lo será. Porque en el tiempo rebota simbólica y proféticamente la expresión de Caifás y de otros. Y aquella expresión no ha sido derogada. Pero el sentido de la expresión es tan simbólico como profético, y lo es precisamente por aquello que quienes buscan su muerte quieren matar en Él.

Jesús murió, es verdad. Lo mataron finalmente. O da su vida en sacrificio, más exacamente dicho: Nadie me quita la vida. Pero si Jesús murió, no muere más: resucitó. Está vivo y venció a la muerte. Suyo es el reino, el poder y la gloria, por siempre. Pero eso no quiere decir que la voluntad de matarlo haya desaparecido. Y si Él ya no muere más, los suyos -que son Él en algún sentido y son miembros de su propio Cuerpo- sí pueden morir, y si deben morir por imperio de esa voluntad.

Entonces, quienes son suyos, quienes forman parte de su Cuerpo, también deben morir, también sobre ellos pesa el designio. Porque son suyos.

Y es así como aquellos que fueron suyos desde que Él apareció en este mundo y hasta el fin del tiempo, temen a los judíos.

Desde la visita de los sabios de Oriente y la huida a Egipto hasta que Él vuelva.

*   *   *

Así como en la expresión por temor a los judíos se aglutinan, simbólica y proféticamente, otras realidades y no sólo los judíos, del mismo modo temor no es solamente el miedo, así como el verbo morir significa más de una cosa.

Ya el sólo temor es en ocasiones una forma de morir, y atemorizar es una forma de matar.

Se equivocará quien suponga que el temor tiene invariablemente la cara torva, que temer es temblar solamente o atemorizar es sólo hacer temblar. Hay quienes ríen por temor. Hay quienes ignoran por temor. Hay quienes hasta se entristecen preventivamente y siempre por temor. Incluso por temor al temor y no es un juego tonto de palabras.

Siempre hay temor cuando algún mal paraliza y lo deja a uno como muerto, inerme, inane. A veces, y como la esperanza es aneja a la fortaleza, el temor corre parejo con la desesperanza, la desesperación, que también paraliza y ancla la mirada en la oscuridad.

Hay muertes distintas y de toda laya. La desesperación es una forma de ella. Pero hay en ocasiones desesperaciones dulces y tibias, como dicen que es la muerte en las alturas heladas, en medio de la nieve, donde se adormece uno cuando las fronteras de su cuerpo ya parecieran no dejar pasar el frío (por inertes) y, en la inmovilidad de los congelados, se diría que uno ha encontrado un tibio refugio interior. Hasta que toda luz se apaga y no queda ya ningún calor.

El temor puede empujarnos a la muerte, también, como en las desmañadas furias del desesperado que ya no puede soportar ese goteo ácido del tiempo que lacera el alma con la tristeza y el dolor: el espiritual más que ninguno, se entiende.

El temor puede llevar a la desesperación y la desesperación puede llevar a una carcajada, tan sonora como triste. Eso también puede pasar. Un intento desesperado por aturdir al corazón y velar sus temores.

Como también están las falsas esperanzas. O las esperanzas con doble fondo. En la superficie, un sufrido asentimiento, una como piadosa resignación ante el viento fétido y cruel de una historia. Mientras, bajo capa, se guardan secretamente las expectativas de logros inmanentes, una muy oculta y disimulada espera de que ya llegarán aquí los tiempos más benignos, y ya no será necesario morir, de ninguna muerte, como si todo esto fuera una prueba: soportar estos dolores para que se nos den después aquellos primores...aquí. No estuvieron exentos de estas esperanzas de doble fondo los apóstoles mismos: esperando que en cualquier momento Jesús inaugurara el reino que viene y viene pronto, apuntándose para algún cargo en ese reino; incluso blandiendo cuando no corresponde una espada horizontal contra los enemigos, cuando en realidad se trata de un asunto vertical y no horizontal.

A contraluz, las circunstancias de esas expectativas -y tantas otras cosas- son de algún modo también ellas una especie de judíos. Por temor a la derrota y al escarnio y al dolor histórico de la muerte civil o religiosa en este mundo (muerte que significa tanto la persecución cruenta como la incruenta, tanto el desprecio como la intemperie y el fracaso histórico), hay quienes se esconden, incluso de sí mismos, o quienes se pliegan a sus perseguidores ocultándose de ellos, procurando que no los distingan en nada de la masa de los que no esperan, de los que no conocen a Jesús, de los que no saben quién es. Como si Él mismo no hubiera avisado: Los tratarán así a causa de mi Nombre.

Porque, además del literal temor a los judíos, hay toda otra clase de temores, como hay toda otra clase de judíos.

El resultado es el mismo.

En cada tiempo, ya se ha dicho, ese temor se reedita. Recorre el entero tiempo de los hombres en este valle y así será hasta que Él vuelva.

*   *   *

Pero así como dije que es tan simbólico como profético ese temor a los judíos, lo es también la respuesta a ese temor. 

Y esa respuesta está fuertemente dicha en Pentecostés, como está en el episodio de los discípulos de Emaús. Como está en el temple de las mujeres que acompañaron a Jesús hasta después de su muerte y anunciaron la Resurrección a los varones.

Y está en la figura del discípulo amado al pie de la Cruz, solo, junto a ellas.

Y está, por cierto, en la Madre de Jesús.

A Ella se le anunció primero el cumplimiento de la Promesa: la presencia de Jesús entre los hombres. Y entre las primeras palabras con las que el Ángel Gabriel la saludó, le dijo: El Señor está contigo. No temas.

Y no temió. Y así fue como Ella concibió al Mesías en su seno. Y Él nos redimió.

*   *   *

Sin embargo, curiosamente, estando ya Jesús con nosotros y sabiendo que se ha cumplido la promesa de que nos daría el Padre un Redentor y Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin; aun así, mientras estamos en este mundo, mientras todo alrededor parecen derrumbarse las murallas de la ciudad y partirse en dos el Templo, mientras vemos cómo el viento barre las ruinas de lo que alguna vez fue en su Nombre grande y noble y bello, mientras vemos las sombras de los demonios de este mundo y del otro pisotear esas ruinas polvorientas ululando y maldiciendo y babeando, mientras oímos por todas partes el aullido de rabia de los que sin sosiego todavía Lo buscan para matarlo; aun así, aun cuando sabemos que quienes lo buscan para matarlo ignoran que Él ya no muere más y nosotros con Él -y por Él- aunque nos maten; con todo y eso todavía nos escondemos como los suyos lo hicieron, pero ahora en la casa de puertas cerradas de nuestras perplejidades y tristezas y angustias.


Y eso mismo, como entonces, igual pero distinto, por temor a los judíos.